Batirse a duelo con el agua salvaje | Revista Crisis
una ciudad perdida / lo que importa un comino / menemismo ancestral 
Batirse a duelo con el agua salvaje
Bañado de los Pantanos es una comunidad de 660 habitantes, perdida en el norte de la provincia de La Rioja. Como si estuvieran en una película de Herzog, una vez por año, cinco generaciones de campesinos de origen indígena se juntan para desviar una parte del caudal del río Colorado y llevar agua a cada uno de sus terrenos. Si no lo logran, si la cacería del agua sale mal, puede peligrar la economía de un pueblo que llegó al punto de divertirse con las falsas promesas.
Fotografía: Diego Sandstede
12 de Enero de 2016
crisis #5





“En la ciudad nunca me quieren creer cuando lo cuento, pero acá usted lo puede ver: estamos cortando el río, y lo hacemos desde hace siglos, aunque nadie sepa lo que pasa en esta zona”, dice Hernán Díaz, mientras seca el sudor de su frente, toma de nuevo la pala y tira más tierra sobre uno de los brazos del Colorado, el río que atraviesa la extrema aridez del norte de la Rioja, a pocos kilómetros del límite con Catamarca. Detrás de él, más de cien campesinos cortan ramas con machetes y cavan el lecho arcilloso del río, para cargar más arena sobre el porfiado curso del agua y desviarlo de una vez por todas.

Es 6 de mayo de 2011 y como todos los primeros días del quinto mes del año, antes de la llegada del invierno, los pobladores de Bañado de los Pantanos reanudan un viejo rito. Por la mañana, salieron del pueblo y emprendieron una larga procesión de camionetas y caballos que arrancó por enésima vez en la historia del lugar. Su destino: llegar a la ribera para darle cacería al río, y construir una toma india de agua, la misma barrera de tierra y ramas que los calchaquíes hacían sobre esa llaga pantanosa de líquido rojizo que cruza el valle.

Nadie conoce el origen preciso de Bañado de los Pantanos. No tiene aniversario de fundación, ni placa recordatoria. Está separado en cinco pequeñas colonias de ranchos, con una escuela rural, un centro de salud y un centenar de sembradíos poblados de añosos algarrobos. La leyenda histórica dice que su origen está en la “Ciudad Perdida”, la vieja ciudad virreinal que estuvo del otro lado del río, en la frontera que separaba a la conquista española de la Rebelión Calchaquí, nombre de la resistencia diaguita que se alzó en armas a partir de 1562 contra el imperio realista por más de un siglo, y que terminó con más de 400.000 indios desterrados y aniquilados.

Como si fuera una cicatriz silenciosa del pasado, el pueblo está sobre ese límite, en el costado sur de un valle que tiene más edad que los Andes. Al pie de la cadena montañosa del Velazco, una sierra pampeana de 600 millones de años, la ribera roja del Río Colorado, aparece jaspeada de tamarindos verdes y se abre a un enjambre de abejorros que zumban por todas partes.

Son cien hombres que buscan el mejor tramo del río para conseguir riego por cuatro meses. El duelo con el agua salvaje, ocurre bajo un sol implacable que los quema y los agobia, pero nadie quiere dar tregua porque aquí no hay tiempo que perder. Además de ser minifundista, la mayoría trabaja como peón de campo y pone su espalda para cosechar aceitunas en Aimogasta, la principal ciudad productora y exportadora de La Rioja, ubicada 20 kilómetros al sur de Bañado.

“Un día en la toma, en esta época de cosecha, son cien pesos menos en los olivares, pero lo hacemos una vez por año, y juntamos el agua para todos. Si no, nadie lo hará por nosotros”, dice Ruben Mamaní, mientras arma otro cigarrillo con los dedos de una sola mano y lo fuma apoyado en su pala. Tiene 48 años, empezó a cortar el Colorado a los 13, y considera que la toma es apenas una rutina de supervivencia.

Los hombres más viejos, con los rostros curtidos por el viento y los dientes roídos por densos minerales del agua, todavía recuerdan que antes, en la zona, no había ruta, sino caminos recorridos por arrieros que sólo sabían que Bañado estaba a 7 días en burro desde Tucumán. Era la época en que el pueblo ni siquiera alcanzaba a ser la periferia rural de la ciudad olivícola de Aimogasta, sino el último vestigio de una población que nació más al norte y que se fue desplazando con el correr de los siglos. En la actualidad está en el kilómetro 1.128 de la Ruta 60 y la primera vez que se habló de un bañado lleno de pantanos, fue en el siglo 16, cuando el jesuita Pedro Lozano registró en su “Historia de la Conquista del Paraguay”, que el río Colorado se desbordaba con facilidad y transformaba toda la zona en un enorme pantano rojizo muy difícil de abandonar.

 

Las raíces perdidas

Tampoco nadie conoce cuando comenzó la toma del río. Todos saben, desde que tienen memoria, que en Bañado no hay una gota de agua y que deben extrarla del subsuelo, con una bomba que se rompe muy seguido. En marzo, el último desperfecto dejó a todos los habitantes sin agua potable por un mes. Su ausencia es el viejo enemigo del pueblo y el corte del río, la mejor forma para enfrentar su mezquindad.

Un hombre más viejo, como Benigno Cabrera, de 71 años, apunta que se trata de una práctica ancestral. Recuerda que sus abuelos lo trajeron a “hacer la tranca”, por primera vez, a los 15 años, cuando se usaban cinco burros para acarrear las ramas de tamarindo hasta los montículos de tierra arcillosa. Hace algún tiempo una fractura de cadera lo dejó en su rancho y acompañado por su mujer. Por eso, este año mandó a su hijo de 36 y a su nieto de 20 a trabajar en la toma. Ellos, lejos de casa, en medio del río, se preguntan, entre palada y palada, si algún día aprenderán a manejar el tractor verde que tiene el pueblo desde 2010. El trabajo que antes hacía una decena de burros, en medio del lecho, ahora lo hace el tractor que el gobierno riojano entregó a los pobladores. Es que a pesar de la aridez, de las acequias de riego antiguas y de los métodos ancestrales de cultivo, Bañado de los Pantanos es la principal localidad productora de comino de la Argentina. Sus campesinos cortan el río como en ningún otro lugar del país desde hace siglos, pero recién hace tres años que se organizaron como pequeños productores para evitar que los acopiadores les impongan precios miserables. Los tres compradores que visitan el pueblo, llegan a pagar 14 pesos el kilo, cuando la misma especie se vende a 80 en las ciudades. Desde 2008, trabajan con el apoyo de la agencia Aimogasta del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) para mejorar la cosecha y lograr una comercialización que los aleje de la pobreza.

“Apenas empezamos, un empresario de la Cámara Argentina de Especias nos visitó, le pareció todo muy lindo, pero cuando se estaba yendo nos dijo: ‘Muchachos, no pierdan el tiempo, si siguen con ese cultivo de colla, no van a llegar a ninguna parte y van a desaparecer”, recuerda entre carcajadas Lorenzo Jotayán, uno de los aimogasteños que enfrenta la aridez de los días con el mejor humor posible. Pasó toda su infancia en Bañado junto a su madre campesina, que segaba el comino a mano y lo regaba de noche con el agua que venía de la toma. Han pasado cuatro décadas desde entonces: ahora Jotayán es ingeniero en Ciencias Forestales y trabaja en el INTA. “Cuando vienen los sociólogos o los censistas decimos que somos 150 familias, pero cuando vienen los políticos, decimos que somos 660 votos”, explica el técnico para graficar lo que considera el peor problema de este pueblo. “Nadie le pregunta nada a los productores, todos los políticos y empresarios llegan en su camioneta y les dicen lo que tienen que hacer, pero nunca se les cae una pregunta”, se queja el riojano mientras recuerda que el actual intendente del Departamento de Arauco, Gustavo Minuzzi, reconocido como mano derecha del gobernador oficialista Luis Beder Herrera, les recomendó a los pobladores que se dedicaran al monocultivo de soja para salir del atraso. Fue durante la primera visita que hizo y poco antes de inaugurar una calle de Aimogasta con el nombre del actual gobernador kirchnerista. En la actualidad, Minuzzi ni siquiera vive en la ciudad cabecera del departamento que gobierna y pasa sus días en la capital provincial.

Antes de abandonar la localidad, cuando el intendente se dio cuenta del problema del agua y supo de los esfuerzos colectivos, decidió instalar una compuerta metálica para derivar el agua de la toma hacia las acequias del lugar. Cada una de las hojas metálicas están pintadas de celeste y tienen un grabado particular en el acero: “GM Ya!”, dicen. “¿Sabe qué es eso padre? Son las iniciales del intendente durante su última campaña electoral, pero lo que ese hombre no sabe, es que el agua que venimos a sacar es para que podamos cultivar, y si la tuviéramos un mes más también podríamos sembrar anís, y un poco más de trigo, pero desde que tengo memoria, jamás funcionó ningún plan para traer agua al pueblo”, cuenta con enojo José Ventura. En su rancho se reúne la asociación de pequeños productores de Bañado y sus vecinos lo eligieron presidente. Su primer round con el río también fue a los 15. Ya lleva 30 años de toma india sin interrupciones y sabe lo que dice. Para él, la falta de agua es parte de un absurdo, muy parecido a una maldición que tiene demostración palpable. La primera prueba está dos kilómetros río arriba, en la Toma de Tuscamayo, una extensa obra de ingeniería que comenzó a ser construida a fines de los 70 y fue inaugurada tres veces. La última durante el segundo mandato presidencial de Carlos Menem. “En 1996, delante de todos nosotros, el Turco levantó una compuerta y dijo que se había terminado el problema del agua”, recuerda Ventura, mientras cruza esa zona llena de peñascos con su vieja camioneta Peugeot 504, como si estuviera en el Dakar sin GPS. “Pero al día siguiente, cuando se fue la comitiva y se terminaron los aplausos, las tuberías dejaron de funcionar y desde entonces, los seis kilómetros de canal que tiene, transportan un décimo del agua que deberían llevar y nadie la usa”, confiesa con amargura.

Pero los secretos absurdos del Colorado, o rio Abaucán, no terminan ahí. A tres kilómetros de esa obra, por el mismo curso de agua que viene desde el norte, la Toma del Mochito transforma al río en una cascada de agua rojiza que rompe el silencio del valle. Tiene un imponente muro de cemento que corta el cauce de un lado al otro y lo transforma en una pequeña represa. Data de 1965: es la obra de captación de agua más grande de la zona y costó millones de dólares. Han pasado 45 años desde que fue construida y nunca funcionó. Toda su osamenta de cámaras, canales y tuberías yace todavía virgen al pie de la montaña, al lado de una casa abandonada, como si todo hubiera sido derrotado por ese río espeso y pantanoso, que se niega a ser domado, y que sólo acepta medirse, de igual a igual, con los habitantes sedientos de un paraje rural que alguna vez fue la vieja “Ciudad Perdida”, antes que un alud de barro la arrasara.

 

Reposo de los guerreros.

La falta de agua no impide que se respire el aroma dulce de la algarroba en todos sus ranchos. La vaina florece en los añosos algarrobos y es la base de la alimentación desde épocas previas a la llegada de los españoles. Quizás por eso, aquí no se habla del algarrobo, sino “del árbol”. Las mujeres muelen la semilla con una piedra giratoria de mil kilos que es movida por un burro. Hacen el patai y la mazamorra que cocinaban sus ancestros. Sin embargo, en la actualidad, basta con cruzar el lecho del río, a bordo del tractor del pueblo, para descubrir que, más allá de la toma, también existen otros rastros vivos que vinculan a la vieja ciudad colonial con la comunidad de productores comineros que hoy no supera las 700 personas y que lucha por no desaparecer.

Como si fuera el campo de batalla de una guerra perdida, el trayecto de cuatro kilómetros que separa a las ruinas de la antigua ciudad con el pueblo, está sembrado, por todas partes de pequeños pedazos de vasijas indígenas que quedaron de la antigua Rebelión Calchaquí. En el medio del desierto tapizado de reliquias, aparecen las ruinas de una antiquísima torre de observación hecha de adobe que servía para controlar los movimientos “del indio”. Pocos kilómetros después, al final del camino, en medio de un desierto lleno de dunas, una pared de adobe, muy finita y corroída, señala que en esa latitud estuvo el primer pueblo, quizás, el primer bañado pantanoso habitado. A su alrededor, decenas de viejos algarrobos secos revelan que hace cuatro siglos fueron la base de subsistencia de una población india que luego enfrentó la derrota, el destierro y el mestizaje.

Cinco siglos después, sus descendientes siguen persiguiendo el río para conseguir el elemento básico de la vida y hoy forman parte de una de las poblaciones campesino indígenas del noroeste argentino, donde el trabajador pobre no sólo es protagonista de la segregación social, sino también de la discriminación que enfrenta el peón de origen indígena.

“Este pueblo es una comunidad históricamente hostigada por el poder, pero a pesar de toda la adversidad climatológica que ha enfrentado siempre, y más allá del olvido constante del Estado, enfrenta las inclemencias con alegría y todavía está abierto al foráneo, aunque no siempre les haya ido bien con él”, dice Jotayán, mientras enumera la cantidad de veces que les prometieron agua para el pueblo. Pasaron inauguraciones, discursos y promesas, pero el rito de Bañado de los Pantanos nunca se detuvo.

Cuando está por caer el atardecer, mientras una cuadrilla de campesinos quema la maleza de las acequias, se ve una extensa línea de tierra roja que corta el río. Tiene cinco metros de alto y ya logró desviar una parte del Colorado hacia el pueblo más seco del norte riojano. Bajo el sol, el agua rojiza se torna plateada y empieza a llenar el nuevo canal virgen, ante un auditorio de cien trabajadores exhaustos pero contentos.

Sobre ellos, en la punta del algarrobo más viejo, se divisa una enorme cruz blanca. Está en ese lugar desde que todos eran niños y en septiembre, cuando los terrenos estén colmados de agua, todo el pueblo volverá al río, para agradecerle a San Isidro de los Bañados, el santo patrono de la toma india. Ese día, festejarán “la tranca” con un gran asado y brindarán en honor al corte del río que les dio vida por un año más. El único que va poco y nunca es el cura de Aimogasta que, año tras año, se niega a bendecir la procesión. Dice que los fieles brindan con vino y que pecan cuando bailan manchados de alegría. Pero en Bañado de los Pantanos admiten, por lo bajo, que ya no esperan al curita. Parece que en esta tierra no hay dios más poderoso que ese obstinado río rojo que los espera, siempre a principios de mayo, para reunirlos una vez más y resistir a una conquista que no les da tregua.

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