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conectar desigualdad
13 millones de estudiantes y 1 millón de docentes intentan desde hace cuatro meses sostener el vínculo escolar a través de internet. Pero al caos institucional que supone este desafío imprevisto, y a la sobrecarga familiar que acarrea, se suman las desigualdades económicas y la falta de acceso al mundo digital. Esta es la historia de un elefante que se balancea sobre la tela de una comunidad virtual.
Fotografía: Estrella Herrera
07 de Julio de 2020

 

Una escena de la película francesa Los herederos es citada con frecuencia por pedagogos e investigadores del ámbito educativo. El film muestra a una profesora de los suburbios parisinos que busca interesar a los estudiantes en lo ocurrido en su país durante el Holocausto, mientras los preceptores intentan quitarles a los adolescentes los auriculares de sus teléfonos una y otra vez. Pero ellos resisten. E insisten en utilizarlos.

El celular, que se había convertido casi en el enemigo declarado de buena parte de los docentes, de un día para otro se transformó en el mejor aliado en esta cuarentena. A la distancia, el dispositivo permite llevar adelante lo que el sistema educativo llamó continuidad pedagógica. Sin embargo, hay muchos chicos que no pueden participar de esta alianza: a las preexistentes desigualdades socioeconómicas que dificultan los procesos de aprendizaje, ahora se sumó la brecha digital.

Según los documentos publicados por el Instituto de Estadísticas de UNESCO, durante abril casi 1.570 millones de estudiantes de todo el mundo estuvieron afectados por el cierre de las escuelas debido a las políticas de confinamiento para enfrentar el Covid 19. El número representa al 90 por ciento de los alumnos que viven en 191 países. Ante la parálisis, casi todos los gobiernos apostaron a virtualizar sus clases. Pero la misión parece difícil: de acuerdo a la información proporcionada por el mismo organismo, la mitad de estos estudiantes no cuenta con una computadora en el hogar y el 43% no posee acceso a Internet.

La Argentina no fue la excepción. Cuando el lunes 16 de marzo el gobierno nacional suspendió las clases presenciales y las 63.000 escuelas del país (todas, menos la ubicada en la Base Esperanza de la Antártida) cerraron sus aulas, trece millones de estudiantes y un millón de docentes se quedaron en sus casas. Una situación inédita, para la que nadie estaba preparado.

La decisión oficial también consistió en sostener las clases por televisión y de manera virtual. Y las mismas limitaciones que marcan las estadísticas globales se observan en Argentina: según el Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom), en el primer trimestre de este año solo el 62,8% de los hogares del país contaba con un acceso fijo a Internet, uno de las tres condiciones tecnológicas necesarias para poder seguir aprendiendo a la distancia. Las otras dos, la velocidad de acceso y la cantidad de dispositivos disponibles en cada casa, tampoco garantizan de manera masiva la continuidad pedagógica.

El celular, que se había convertido casi en el enemigo declarado de buena parte de los docentes, de un día para otro se transformó en el mejor aliado en esta cuarentena.

 

la desigualdad

La pandemia desnaturalizó tanto la desigualdad social preexistente como la heterogeneidad del sistema educativo. En la emergencia, la primera decisión que tomaron las autoridades no tuvo que ver con la enseñanza propiamente dicha sino con una de las tantas funciones adicionales que se le exige a la escuela: dar de comer. Con las aulas y los comedores escolares cerrados, los establecimientos continuaron abiertos para entregar viandas o bolsones alimenticios, según el distrito.

Tras asegurar la atención en la urgencia alimentaria, rápidamente todos advirtieron que el aislamiento social preventivo y obligatorio había llegado para quedarse y el sistema educativo se apropió de las tecnologías –como pudo y en algunos casos a los tumbos- para brindar la famosa continuidad pedagógica. “La pandemia logró lo que no podíamos conseguir de otra manera: que las nuevas tecnologías ingresen de manera masiva a la escuela”, admitió el ministro de Educación de La Pampa Pablo Maccione en el ciclo Diálogos en Cuarentena.

Los docentes que ya estaban habituados a las aulas virtuales, las activaron; otros comenzaron a enviar materiales por mail, por whatsapp, por facebook o instagram. Armaron PDF, power point y videos. Y casi todos tuvieron que familiarizarse con herramientas hasta entonces desconocidas, como zoom, clasroom, google meet o jitsi, que les permiten intercambios sincrónicos con los alumnos. Fue en ese momento cuando las brechas digitales quedaron aún más expuestas.

Un informe del Observatorio Argentino por la Educación reveló que el 19,5% por ciento de los alumnos primarios del último grado no tiene acceso a internet, de acuerdo a las respuestas de los estudiantes en el cuestionario complementario de la prueba Aprender 2018. Pero la disparidad territorial es muy grande. Hay siete provincias donde más de un tercio de los chicos no tiene acceso a internet, entre ellas Santiago del Estero, donde la cifra de desconectados asciende al 40.7%. En el otro extremo se encuentran La Pampa y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en las que algo más del siete por ciento no cuenta con alguna forma de acceso a internet. La misma investigación señala que en el Nivel Secundario se achica un poco la brecha: el 15,9% de los estudiantes no tiene ninguna conexión con internet. En ese segmento, hay nueve provincias que superan el 25% de adolescentes con falta de acceso y solo tres cuentan con menos del 10% de desconectados, donde otra vez se destaca La Pampa, con solo el 5,1% de chicos sin conectividad.

Ahora bien: tener el acceso a internet es una condición necesaria pero no suficiente para participar del mundo escolar virtual. La mera conexión no garantiza la llegada a todos los materiales didácticos ni la participación en las clases. Por ejemplo, solo aquellos estudiantes que cuentan con banda ancha (más de 20 Mbps) pueden acceder a las plataformas educativas y a las clases sincrónicas que brindan los docentes. Y el problema es que el 40 por ciento de los estudiantes secundarios de la provincia de Buenos Aires participa de la virtualización a través de su celular con un servicio prepago y las limitaciones que eso conlleva.

En una primera etapa de la cuarentena, muchos docentes enviaron un sinnúmero de textos y tareas a los estudiantes que abrumaron a las familias y chocaron contra estas dificultades tecnológicas. Documentos que los padres no podían bajar porque les consumían todos los datos del celular, impresiones imposibles por falta de insumos, videos que nunca terminaban de cargarse en los dispositivos, fueron tan solo algunos de los problemas que afloraron.

Una tercera dimensión que marca las inequidades digitales es la cantidad de dispositivos tecnológicos con los que cuenta cada familia. Un hogar con tres hijos y una sola computadora dificulta notoriamente la continuidad pedagógica. Combinar los horarios de uso entre los estudiantes –y con los padres, si se vieron obligados a realizar teletrabajo–, se convirtió en un verdadero mecanismo de relojería para algunas familias. Y eso, muchas veces, trae aparejadas tensiones, discusiones, peleas que tampoco favorecen el clima de estudio.

Cuando llegó el momento en que los docentes comenzaron a recoger los trabajos prácticos y constatar aprendizajes, el Consejo Federal de Educación emitió una resolución que recomendaba acreditar la realización de las tareas y el compromiso con ellas de los estudiantes, pero sin calificaciones. El argumento oficial subrayó que si se les pone una nota vinculada a los saberes adquiridos lo que se está evaluando no es lo que cada chico pudo aprender sino cuáles son sus condiciones ambientales, sociales y tecnológicas. Porque la pandemia dejó al descubierto las desigualdades de acceso a las TIC y puso nuevamente en valor las políticas de inclusión digital que brindaban una computadora por alumno, como el Programa Conectar Igualdad, desarticulado por el gobierno de Mauricio Macri hasta casi su extinción.

Hay siete provincias donde más de un tercio de los chicos no tiene acceso a internet, entre ellas Santiago del Estero donde la cifra de desconectados asciende a casi el 41%. En el otro extremo se encuentran La Pampa y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en las que poco más del 7% no cuenta con acceso a internet.

 

la meritocracia

Además de la brecha digital, hay que tener en cuenta la heterogeneidad de un sistema educativo con estudiantes que viven en las ciudades pero también en la selva, la montaña y en la inmensidad de la pampa. La Argentina cuenta con 17.500 establecimientos educativos rurales con casi un millón de estudiantes. Para muchos de ellos el único punto de conectividad es su escuela, y ahora está cerrada. Ante este panorama, el Ministerio de Educación decidió distribuir cuatro series de los cuadernos Seguimos Educando (24 millones de unidades) para que puedan seguir con sus aprendizajes en soporte papel quienes no tienen conexión digital o dispositivos necesarios.

Hacerlos llegar a los estudiantes durante los días de la cuarentena más rígida requirió ingenio. Algunas ciudades decidieron dejarlos en hipermercados para que lo retiraran de allí los padres. En otras localidades los directores recorrieron cientos de kilómetros en sus propios vehículos para repartirlos en mano. Y hasta en algunos parajes, como sucedió en Río Negro, los reparatieron veterinarios y bomberos. Estos relatos le dieron épica y mística a la situación pero también desnudaron la precariedad del sistema.

Como ocurrió con la historia de Joaquina Heguiabere, una adolescente que apareció en varios medios de comunicación contando que se trepa a un molino del paraje Don Cipriano, a 30 kilómetros de Chascomús, para buscar señal y enviar su tarea. Relatos heroicos que refuerzan el concepto de la meritrocracia (el que no estudia es porque no quiere, si se esfuerzan lo suficiente todos pueden) y realzan las soluciones individuales pero invisibilizan el debate político, en este caso sobre la desigualdad y los derechos a la educación y a la conectividad.

Para las Naciones Unidas, la conectividad a internet es una cuestión de índole política. En 2016 exhortó a los gobiernos a garantizar la conectividad en el marco de los derechos de nueva generación. La vincula a la libertad de expresión, al acceso a la información y, especialmente, al derecho a la educación. En base a este argumento, el juez Andrés Gallardo ordenó al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, a través de una medida cautelar, que garantice la conectividad gratuita y los dispositivos tecnológicos necesarios a los estudiantes de los barrios vulnerables, tras un amparo presentado por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia. Un relevamiento realizado en mayo por la Universidad Popular del Movimiento Barrios de Pie había demostrado que la brecha digital calca el mapa de la desigualdad social. Si bien el informe del Observatorio Argentino por la Educación señalaba que en la Ciudad de Buenos Aires poco más del 7 por ciento no tiene acceso a internet, el estudio realizado por Barrios de Pie sobre 200 chicos porteños que suelen concurrir a centros educativos comunitarios en las comunas populares arrojó como resultado que el 82,5% no cuenta con internet y el 70% no tiene computadora.

El escenario escolar que la pandemia puso en evidencia es paradójico. La exigencia histórica que recibe el sistema educativo consiste en lograr a través de la transmisión de conocimientos un mundo más igualitario. Pero las enormes diferencias sociales, económicas y digitales que existen en la actualidad convierten a la educación en una condición necesaria pero insuficente para construir una sociedad realmente democrática. Así como el mundo está debatiendo políticas que podían parecer utópicas hace seis meses, como la Renta Básica Universal o reformas tributarias progresivas, la discusión sobre el derecho a la accesibilidad digital y gratuita ya está en agenda y su consagración debería ser inminente.

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