Sexualidad, erotismo y pornografía femenina en la literatura | Revista Crisis
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Sexualidad, erotismo y pornografía femenina en la literatura
¿Qué tenían para decir sobre el deseo las mujeres que durante años eran musas, aprendices, cuerpos consagrados al orgasmo del varón? Hoy todavía hay debates sobre el tema y recién en los últimos tiempos el goce femenino picó en punta. En este texto de 1987 en la revista crisis podemos ver cómo la escritora Reina Roffé se preguntaba por las fantasías femeninas y ponía el foco en esa tríada de erotismo, pornografía y sexualidad que hoy todavía nos genera preguntas sobre el goce más allá de las estructuras heteronormativas del patriarcado.
23 de Octubre de 2020

 

La tarea llevada adelante hace alrededor de 30 años por sexólogos de todas partes del mundo revolucionó los conceptos que hasta entonces se tenían en materia de sexualidad femenina. Y aunque de esto ya se ha hablado mucho, no estaría demás recordar el grado de influencia y de permiso que han tenido ciertos enfoques científicos sobre la vida sexual de las mujeres. Estos enfoques posibilitaron una nueva visión que defenestró la envidia al pene, desmitificó el lugar pasivo de la mujer e intentó ponerle nombre al misterio de un cuerpo cuya estructura sexual era tabú. Emergieron a la superficie los centros de placer anatómicos, fisiológicos e imaginarios del cuerpo mujer; se vio el deseo femenino como algo distinto a lo que se entendía de él, detectando un otro deseo más allá de la virginidad, del matrimonio, de la entrega a un solo hombre y del goce unívoco de la penetración. Se pasó del sometimiento a la libertad sexual o, por lo menos, a su búsqueda y a la indagación de los resortes del propio placer. Se levantó la condena moral contra la masturbación, se reivindicó al clítoris; y las mujeres decidieron que no solamente querían dar placer sino recibirlo. Esto dinamizó las estructuras tradicionales de pareja y familia, vació de contenido los sentimientos de exclusividad y de posesión que hacían que los hombres dividieran a las mujeres en santas y pecadoras; conmocionó a la propia mujer, obligándola a descubrir los centros de su placer, a aceptar su cuerpo y a reclamar satisfacción real. Apareció así el concepto de felicidad sexual femenina que  hasta ese momento, los estados, las religiones y los moralistas negaban y preferían ver ligado a la reproducción, la lactancia y a la utilización del cuerpo de la mujer como descarga sexual masculina.

Tomar en cuenta estos parámetros revolucionarios que acompañaron a otros movimientos de autoafirmación de la mujer, como el escribir mismo, se hace imprescindible para internarnos en el tema del erotismo y la pornografía en la escritura de las mujeres; y advertir que escritores de ambos sexos, dadas sus expresiones artísticas, han hecho caso omiso a la refundamentación de la sexualidad. Autores que parecieran atender puntualmente a las definiciones teñidas de matices morales de un diccionario que establece que el erotismo es “amor enfermizo" o, en el mejor de los casos, "amor morboso”; que la pornografía es un "tratado acerca de la prostitución" o el "carácter obsceno de obras literarias” y la sexualidad “lo característico de un sexo''. Por eso, al intentar hablar de la escritura de las mujeres según estos patrones, nos encontramos con todas las oscuras iniquidades que implica cualquier clasificación destinada a prolijar la realidad.

 

Literatura femenina y erotismo

La literatura, toda literatura, es ficción que pugna por la verosimilitud, por consignar aquello que se cree real. "Lo característico de un sexo' -que ha dejado de ser tan misterioso en el terreno de la biología, donde se explora y describe la conformación y el funcionamiento de los órganos debería irrumpir en la literatura (no de manera mecanicista y mucho menos ilustrativa) y abrirse a un dominio ficcional que permaneció dormido: el dominio poético imaginario, ubicuo y poco encasillable de la pulsión erótica femenina y de su encarnación literaria.

Como pocas veces sucede, la ciencia -en este caso- se adelantó a la visión artística de lo erótico, donde todavía pesa un deber ser que no atiende a la tarea fascinante e inédita de ponerle nombre, cuerpo literario al deseo femenino tal cual es. En este sentido, la erótica de las mujeres está en sus umbrales. Las escritoras que tratan de hacer erotismo se mueven todavía con pudor o con una audacia - aunque parezca paradojal- conservadora. La literatura, en este terreno, puede ser optimista: todo está por hacerse. No obstante, hay ya atisbos de que las mujeres han comenzado a ejercitar una autorreferencia sexual más honesta y más expuesta. En relatos de Marguerite Yourcenar, Djuna Barnes,, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Sylvia Molloy - por nombrar sólo algunas- el erotismo del discurso transgrede los mandatos de la sexualidad civilizada, se yergue sobre toda prohibición, escapa del tiempo profano, cotidiano e irrelevante, para transitar un tiempo sagrado, licencioso y dionisíaco.

"Era una de las mujeres más trivialmente perversas, porque no podía dejar en paz a su tiempo, y tampoco podía formar parte de él". Esta reveladora frase del libro El bosque de la noche de Djuna Barnes, escrita en los '30, pone de manifiesto el incómodo lugar de la literatura erótica de las mujeres: el no dejar de amenazar a su tiempo, la imposibilidad de integrarse y, a su vez, la de no poder crear una nueva cosmovisión.

 

Literatura femenina y pornografía

La pornografía tiene la contundencia de los actos, de la muerte no diferida, del estar viéndolo. Es para el ojo que mira, para la mano que golpea, para el miembro que penetra -no para el ojo de la imaginación de la lectura o el abrazo de la reflexión que demora sobre la posibilidad y la aplica “morbosamente” a diversidades de objetos-. La pornografía conjuga en un presente crudo el condicional, el potencial y el subjuntivo preferidos por el erotismo, partidario de las cocciones lentas y muy especiosas.

Así, se podría afirmar, que algunas escritoras, al reproducir en sus narraciones el clásico discurso masculino, caerían en la “indecencia” no solo de la desnudez revelada sino de la mentira, porque esa desnudez les es impuesta por un consenso ajeno que no incita a los meandros de la imaginación. Revisando algunas publicaciones pornográficas, observamos que las mujeres que aparecen refuerzan los mitos antagónicos y complementarios de la mujer/niña puta, santa seducida/bruja devoradora. Para la ideología del pornógrafo la actividad sexual es un trabajo sucio, sórdido, marginal, carente de compromiso afectivo: con estas lamentables pautas fundamenta los ingredientes del consumo y la satisfacción que ofrece. Su trama es fija, reiterativa, garantizada por mecanismos de repetición que llevan al lector a saber de antemano “el placer” solitario que compra. El bestsellerismo de la pornografía radica en esta mecánica de lo igual, donde quedan afuera la creatividad autoral y la del lector. Si quien redacta estas narraciones es un hombre o una mujer da lo mismo, su consumidor es masculino y su objeto fragmentado es carne femenina. El eje vector al que se le rinde tributo y al que se promete erigir hasta su máxima posibilidad, es un miembro viril de tamaño inexistente, casi un látigo o -para compensar impotencias cotidianas- el cetro de un emperador. A ese eje vector, eternamente erecto, se le dispensan recortes de diversas mujeres que fantasea propias y que se deshacen por él, y a las que paga con una violenta eyaculación. Estas técnicas de goce no estimulan a las mujeres y, por lo tanto, ninguna literatura que pretenda involucrar el placer femenino las contendría. Para las mujeres la pornografía unida a la violencia trae más miedo que placer. De ahí que no comprendan la ideología del pornógrafo ni consuman pornografía. El extremo opuesto de estas publicaciones bastardas está representado por las novelitas de amor, las fotonovelas y los radioteatros --casi todos de carácter platónico-- que satisfacen algún área de la sexualidad sometida femenina. Entre ambos extremos, la literatura femenina debería descubrir sus propias técnicas amorosas y describir las "más bien como una continuidad en la cual 'otra vez' puede vivirse como una primera vez. Ambas cosas a un tiempo: un devenir siempre en movimiento", según señala la ensayista francesa Luce lrigaray. En la ficción pornográfica, la mujer es históricamente una perfecta simuladora y tiene que aprender y recibirlo todo de los hombres-padres. Maestros de inmoralidad que la instruyen en sus propias leyes de voluptuosidad, con las que sólo gozan ellos, mientras ella finge. Las múltiples vejaciones de las heroínas demuestran que el pornógrafo cree o hace creer que la mujer goza con su servilismo. Otra vez estamos frente al goce tal como ellos lo desean y de espaldas al deseo de las mujeres. ¿Por qué, entonces, no ha surgido una pornografía inversa, con clítoris gozosos, cuerpos despedazados de hombres serviles? Porque la mujer tampoco es sensible a este espectáculo. ¿Por qué todavía no ha creado una escena a la que sí es sensible? ¿La ha creado?, tal vez en el secreto espacio del goce solitario.

 

Hacia la construcción de una erótica

Los lugares clásicos que ocupó la mujer en la escritura masculina fueron de musa (no sólo entre los griegos, sino en nuestro siglo para los surrealistas), de objeto pasional inalcanzable (la poética de Pablo Neruda), de protagonista rebelde (Ibsen, Flaubert), casi nunca de par -ni siquiera en escritores tan modernos y exitosos como Milan Kundera. Dicho sea de paso, hasta se podría asegurar que el mismo Octavio Paz oculta, en su poesía, una misoginia transformada en exaltaciones que se vuelven apropiación, fenómeno que se da mucho en nuestros días y entre nuestros autores.

También nos inquieta que un pensador tan festejado como Ciorán diga en su último libro Aveux et Anathémes que "la mujer era importante mientras simulaba pudor y reserva. ¡Qué deficiencia demuestra al dejar de jugar el juego! Ahora, en tanto se nos asemeja, ya no vale nada. Es así como desaparece una de las últimas mentiras que hacían tolerable la existencia". Por lo que nos preguntamos si dejar de jugar el juego presupone necesariamente asemejarse, si la desaparición de la última mentira no hace más tolerable y hasta posible la existencia. Toda obra literaria despliega en su polivalencia una erótica. Velada o manifiesta, ésta es materia primordial (a veces inconsciente y otras tendenciosamente intencionada) del mundo de relaciones. Es un espacio de deseos y consumaciones que busca un resonador en aquel que se reconoce y se emociona. Los discursos que “pecan” de los estereotipados modos de ver al hombre y a la mujer, no generan coexistencia, más bien, dejan afuera al lector inteligente, que "no compra".  ¿Cómo habría de "comprar" un discurso agotado vertical y horizontalmente, y que conduce a pensar en la muerte definitiva de la literatura?

Por eso, presumimos que la irrupción de una escritura concebida por un sector que no tenía acceso al decir escrito, está - a pesar de sus tímidas muestras y "actos fallidos"- trastocando la erótica literaria, resucitando toda la literatura. Hoy - la que callaba, aquella que fingía, la fragmentada, la prostituida-  toma la palabra, acaso porque es la única que todavía tiene algo que decir.

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