El nuevo aislacionismo norteamericano | Revista Crisis
El nuevo aislacionismo norteamericano
La elección de Mike Pence como candidato a vicepresidente del Partido Republicano es una señal de la voluntad de Donald Trump de consolidarse ante un electorado que poco a poco ha visto el descenso de los empleos en la manufactura industrial y la caída de las clases medias "hacia abajo". Luego del centrismo de Obama, el neopopulismo aislacionista se muestra como una salida que ofrece respuestas simples a problemas complejos que azotan a la economía doméstica estadounidense.
18 de Julio de 2016

Es 11 de febrero, pleno invierno en Indianápolis. Pero en la empresa de aire acondicionados Carrier el frío de afuera no impide que sus empleados estén bien calientes: el jefe anuncia que va a mudar su operación industrial de la capital de Indiana, uno de los corazones de la industria estadounidense, a Monterrey, la nueva “Detroit” mexicana. El costo: 1.400 empleos, en incómodas cuotas. Como pasa con casi todas las cosas en nuestro tiempo, alguien filma con su teléfono al presidente de Carrier, Chris Nelson, cuando hacía el anuncio. La reacción, obvia: insultos.

Unas horas más tarde, ese mismo día, en Huntington, 150 kilómetros al norte de Indianápolis, la empresa madre de Carrier, United Technologies, les dijo lo mismo a sus trabajadores. Su destino también era México. Y sin ellos, claro. Entre los 800 afectados estaba Chris Setser, que apenas pudo mantener su sempiterno optimismo cuando la noticia llegó en forma de rumor a su hija mayor, Krystal, en el colegio. En Huntington viven 17.000 personas. Setser trabajaba 12 horas por día en el turno noche y ganaba 17 dólares la hora. Sus colegas de México ganan 5 dólares por hora. Los brasileños casi 7. Los argentinos, post devaluación macrista, 13 dólares. “El sistema está roto”, Setser le dijo a Krystal, de 16 años, según una crónica de Eli Saslow en el Washington Post. “Quizás sea hora de hacerlo volar por los aires y empezar de cero otra vez, como dice Trump.”

“¡Pero si vos sos Demócrata!”, le espetó la hija.

“Era. Pero eso era antes de que este país se empezara a convertir en un país débil. A este ritmo, pronto no va quedar nada”.

Indiana y el regreso del aislacionismo

El 3 de mayo, Donald Trump ganó la primaria del partido Republicano en Indiana con el 53 por ciento de los votos. Con eso, Ted Cruz y John Kasich, los dos últimos de la veintena de contendientes que habían arrancado la campaña un año antes, tiraron la toalla. La candidatura de Trump, una caricatura hace un año, está lista para ser confirmada en la Convención Republicana en Cleveland, Ohio, el 21 de julio.

Para ganar en Indiana, Trump se la pasó dos meses criticando a empresas como Carrier y United Technologies por la mudanza de sus líneas de producción a México. Y advirtió, sin medias tintas, que si es presidente les cobrará 35% de aranceles a los productos industriales que vengan del vecino, que hoy entran al país sin pagar nada. “Carrier me va a llamar y va a decir: ‘Señor Presidente, hemos decidido quedarnos en Indiana’”, se ufanó Trump. Coincidencia o no, el 15 de julio Trump anunció que el gobernador de Indiana, Mike Pence, será su candidato a vicepresidente.

A medida que pasó de testimonial y excéntrico a candidato oficial del partido Republicano, Trump moderó algunas de sus formas pero no el sentido último de sus políticas. ¿Cuál es ese sentido? Devolver a los Estados Unidos a una de sus dos tendencias históricas: el aislacionismo. Según esta visión, el país debe dedicarse primero y principalmente a sus asuntos internos, porque cuenta con todo lo que necesita para ser próspero por sus propios medios, sin alianzas incómodas ni responsabilidades ulteriores sobre sus actos. La consecuencia directa del aislacionismo para la política exterior es que la potencia imponga más que acuerde su voluntad.

La corriente opuesta, el internacionalismo, es la que domina las relaciones exteriores de Washington desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y la fuerza política principal del fenómeno que conocemos como globalización. Al asumir el rol dual de liderar y de ser gendarme del Planeta, Estados Unidos forjó el sistema de Naciones Unidas hace siete décadas, con sus ribetes políticos pero también y sobre todo económicos (FMI, Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio). Este sistema asume al acuerdo como norma y la confrontación con la excepción que la confirma.

Ese sistema está en crisis en esta primera parte del Siglo XXI, por hechos y procesos. Los hechos: el 11 de septiembre de 2001 y la debacle financiera de las hipotecas chatarras de 2008, que dispararon al corazón a los centros políticos y económicos de la potencia. Pero dos procesos novedosos son aun más importantes para la reconfiguración geopolítica actual. El primero la irrupción de China, que en 2000 significaba el 7% del producto del mundo (EE.UU. el 21%); en 2016 China es el 17% (EE.UU. el 15%). El segundo es revolución productiva de petróleo y gas en Estados Unidos, gracias a los yacimientos no convencionales (alias “shales”), que lo acerca a ser auto-suficiente en el insumo principal de su economía y a tener, entonces, menos necesidad de inmiscuirse en conflictos en el exterior (por caso, emblemático, Medio Oriente).

La presidencia de Obama vivió en carne propia la consolidación de esas tendencias, que en conjunto invitan a los Estados Unidos a recluirse sobre sí mismo. Por el poder del símbolo, la llegada del primer presidente negro a la Casa Blanca suspendió por unos años la grieta entre aislacionismo e internacionalismo. Obama, después de todo, llegó a premio Nobel de la Paz a fuerza de discursos. Pero la realidad siempre se impone. Y esa no es la única grieta, ni siquiera la más importante, que Obama no logró suturar del todo.

El Brexit de Obama

Como resultado natural de la lucha por los derechos civiles en el último medio siglo, Obama buscó sintetizar a las mejores vertientes de los liderazgos estadounidenses. En esa obsesión, propungó los acuerdos más que los disensos, tanto en la política interna como en la exterior. Eso hizo que los logros de su presidencia (la recuperación económica luego del crack de 2008, la reforma de salud “Obamacare”, el fin de las guerras en Afganistán e Irak, el deshielo con Cuba, por mencionar algunos) hayan sido buenos en términos absolutos pero relativamente pobres en relación a las expectativas y (¿por qué no?) la esperanza que generó su campaña. Yes, we could, but not too much. Pero por esa vocación de construir los puentes más que dinamitarlos (ser Mandela más que Luther King), Obama no pudo, no quiso o no supo ser populista en un tiempo donde tenía todo servido en bandeja para serlo.

Como todo populismo que se precie de tal, el derechoso de Trump (y el de su espejo a la izquierda del espectro, Bernie Sanders) es una reacción contra la idea de que la clase dirigente está demasiado preocupada por su propia agenda de establishment como para ocuparse de la de la gente del “común”. Si el desencanto se combina con temor, el resultado es explosivo. En los Estados Unidos post 11-S y post crisis subprime, ese temor está asociado a la vulnerabilidad, sea ante el terrorismo, el expansionismo chino o la angurria de Wall Street (morir a manos del terrorismo, perder el empleo a manos de los chinos/mexicanos, perder la casa a mano de los bancos).

El Brexit del 23 de junio es un antecedente en esa misma dirección. Europa sufre penurias económicas desde la debacle financiera y está sitiada por la crisis inmigratoria más grande desde que se creó la Unión hace 70 años. Con Bruselas esclerotizadas en las mieles de la corrección política y el statu quo, los activistas británicos de la salida tradujeron las angustias y los miedos en una solución simple: “Take back control” (Recuperemos el control). ¿Quién no va a querer control en tiempos de incertidumbre?

Trump promete lo mismo. Y ofrece soluciones simples para problemas complejos. Los que saben coinciden en que los problemas que ataca son reales y que también es real el hecho de que Washington (Obama incluido) los ignoró, más por no saber qué hacer con ellos que por otra cosa. Pero también acuerdan que las propuestas de Trump no van los van a solucionar.

En el centro del populismo de Trump están el empleo industrial, el poder de compra del salario y el sentimiento de ser de “clase media”. Setser, el empleado de Indiana, es uno de los 12 millones de trabajadores industriales que tiene Estados Unidos en la actualidad. En 1979 había casi 20 millones. Pero el punto de inflexión a partir del que empieza a caer estrepitosamente es el 2000: ahí había todavía más de 17 millones de trabajadores en la manufactura. Pero hay más. La clase media se fue reduciendo de manera sistemática en las últimas cuatro décadas (representaba el 53% en 1967 contra el 43% en 2013) pero con diferentes tendencias: hasta el 2000, los estadounidenses salía de la clase media para arriba, ahora salen para abajo (http://www.nytimes.com/interactive/2015/01/25/upshot/100000003471831.mobile.html ).

Después de Trump

Que el multimillonario e impredecible Trump represente a parte de esa clase trabajadora indignada es una paradoja histórica para el partido Demócrata, que tradicionalmente representó a los sindicatos. No hay racionalidad en todo esto: Trump sabe de marketing y lo aplica sobre sí mismo, ignorando casi siempre los consejos políticos de su partido y la más de las veces los de sus caros consultores comunicacionales. Cuando habla en público, dicen los que trabajan con él, Trump ignora los tele-prompters con discursos que le escribe su equipo y empieza a decir lo que quiere. En tiempos en los que todo discurso público está pre-fabricado en talking points, quizás allí resida parte de su éxito.

Las comparaciones abundan en todas las charlas políticas. Trump es como Macri, un empresario con sesgos ideológicos pero pragmático. Trump es como Hitler, un outsider y un “loco”. Trump va a ser como Putin y va a romper a las instituciones de Washington. “Romper” acá significa derribar los equilibrios que ellos llaman checks and balances y que hace que un presidente allí tenga en realidad menos poder que un presidente en repúblicas menos consolidadas como la Argentina.

La biblioteca está dividida. Los insiders de Washington confían que el “daño” que podría hacer su nueva versión aislacionista estaría limitado por los contrapesos del poder establecido: la Corte Suprema, el Congreso partido, el poder económico y el establishment ONG bien pensante. Aunque el empleo de Setser se mude a México, las miradas van a estar centradas en la relación fundamental de Estados Unidos para el futuro geopolítico del mundo: con China. Allí todos acuerdan en que Trump podría lograr que el soft power se jubilara por un tiempo. Y las consecuencias pueden ser menos previsibles de las que todos piensan.

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