la mascota que hay en vos | Revista Crisis
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la mascota que hay en vos
Acompañada por los descensos en las tasas de natalidad, la discusión por el estatuto social, cívico y moral de los animales es tendencia en un Occidente obsesionado por la insoportable ecuación de la soledad doméstica. Gatitos y perritos miden bien; por eso el alcalde Rodríguez Larreta les rinde tributo en subtes, restaurantes y paradores. Más allá o más acá del conflicto y de la historia, muy cerca de la mano dura y del darwinismo social, un modelo de ciudadanía bien bicho.
Fotografía: María Ester David
25 de Abril de 2018
crisis #32

La tendencia es global: hace punta en Occidente, pero India, China, Tailandia y Vietnam son países con mayor crecimiento mascotil (Argentina exporta alimento para mascotas a China, y es el mercado con mayor proyección). Después de milenios de convivir cotidianamente con los animales para su uso utilitario (cosa que sigue sucediendo, cada vez menos, en la vida campesina), la humanidad consolida una “utilidad psicoafectiva” de los animales. Mamá, papá, el perro y el nene: cuadrado edípico.

El crecimiento de las mascotas como parte de la vida es paralelo al ajuste de los vínculos íntimos. En Argentina la natalidad bajó del 24 x 1000 anual en 1960 al 17 x 1000 en 2015; en Estados Unidos, del 24 al 12 x 1000 en el mismo lapso; en España, de 22 a 9 x 1000. Tener un hijo es algo muy complicado y un escollo para el despliegue programático de la vida personal; un hijo reduce el rendimiento calculado de la vida... Desde 2014, Facebook, Apple y otras corporaciones ofrecen a sus empleadas el servicio de congelamiento de óvulos, para que no interrumpan la productividad de su carrera justo cuando está en plena curva ascendente. Abramos apuestas: ¿cuántas usuarias de tal servicio prescinden de mascota?

El negocio mundial mueve más de cien mil millones de dólares por año. Los Estados Unidos de América por supuesto encabezan el asunto en el plano mercantil: allí, la pet industry pasó de generar 31 mil millones de dólares en 2003 a 62 mil millones en 2013. Los productos y servicios se diversifican y sofistican hasta extremos hilarantes; en Nueva York, por ejemplo, cuentan con un spa canino, donde se ocupan, entre otras cosas, del bienestar del alma -soul- del pichicho; y no es raro ver cuchas tecnologizadas en la puerta de los supermercados, para que la mascota espere a su dueño encerrada pero con música y aire acondicionado, por solo alguna moneda. En Brasil, el alimento balanceado ocupa el 66% del negocio mascotil; o sea que un 34% consiste en otros productos y servicios: hay hasta cerveza para perros, y una empresa de “Pet Party” que, sí, organiza estas para los descendientes de quienes fueran lobos.

“Observamos una fuerte tendencia a la humanización de las mascotas", declaró hace un par de años el director de Marketing la multinacional Mars (Thierry Montange), quien maneja las marcas Pedigree y Whiskas en Argentina, Uruguay y Paraguay. Esta humanización da lugar a viñetas callejeras inverosímiles, como una señora que, enojadísima con su perrito (porque iba a cruzar mal la calle), le grita a voz en cuello “¡¡bestia!!”, incluso, gente que pasea su perrito en un cochecito de bebé. La “humanización” deposita en la mascota -muda, mas no inexpresiva- saldos vinculares insatisfechos.

 

¡vaya a la cucha!

La campaña publicitaria de los planes de crédito hipotecario promovidos por el Gobierno pobló, desde el año pasado, los carteles gigantes de Buenos Aires: “Más facilidades para el acceso a tu vivienda”, rezaban. La consecuente felicidad de la inminencia propietaria era exhibida en la sonrisa de una chica: joven, blanca, en sus treinta. Chocha por esos metros cuadrados que serán suyos y de nadie más. Aunque, en rigor, la foto la muestra sola pero acompañada: ella y su perrito -a upa en sus brazos- son el sujeto compuesto al que se destina la política habitacional.

Vale conjeturar que la alegría exhibida incluye la alegría por la domesticación del canino. Y que no es la chica la destinataria de la política de gobierno; el destinatario es ese afecto, esa alegría de comprar un departamento teniendo mascota con la que vivir. La soledad es medio fea... Medio. Porque, también, la vida social, los vínculos, la gente, es tan difícil. En 1980, en la Ciudad de Buenos Aires uno de cada quince adultos vivía solo; en 2015, uno de cada seis. En el lapso de una generación, aumentó en un 250% la tasa de soledad. Mientras, entre 2003 y 2014, la cantidad de mascotas creció más de un 20%. Cuatrocientos treinta mil perros y doscientos cincuenta mil gatos viven en hogares porteños (“forman parte de las familias”); la nítida preferencia perruna se exceptúa en un solo barrio, Palermo, donde perros y gatos están empatados; la parte más gatuna de la ciudad. Los últimos datos oficiales son de 2014: una mascota cada dos hogares, y un crecimiento del 2% anual, contra una población humana estable como es la porteña.

A nivel nacional, una consultora privada (Millward Brown), contratada por empresas de alimento balanceado -principal negocio de la creciente industria mascotil-, aseguró haber realizado 1500 entrevistas en los principales centros urbanos y, en base a eso, calculó la existencia de nueve millones de perros y tres millones de gatos viviendo en hogares argentinos. La producción de alimentos balanceados aumentó un 63% entre 2007 y 2016; según la Cámara Argentina de Nutrición Animal se producen anualmente 612 mil toneladas de alimento para mascotas (otros hablan de 700), facturando 31.000 millones de pesos anuales. Más allá de los datos cuantitativos -siempre dudables-, basta recorrer una ruta hacia la costa atlántica para percatarse del rol central que tienen las publicidades de alimentos para los amados cuadrúpedos, cuya humanización multiplica oportunidades de negocios.

balcarce 2019

Gabriel Muro es ensayista y documentalista; está realizando un film sobre la historia de la domesticación de los perros en Argentina, y, consultado para esta nota, señaló: “La imagen con que Macri estrenó comunicacionalmente la investidura presidencial fue la de su perro, Balcarce, sentado en el sillón de la Rosada. Detrás de esa foto subida en redes sociales puede verse la mano de Durán Barba”. El entonces flamante Presidente, abjurando quizá de su mote felino, posteó la foto, y además epigrafeó su trascendencia: “Balca estuvo en La Rosada y se sentó en el famoso sillón presidencial. Es el primer perro de la historia argentina que llega a ese lugar”.

El acontecimiento ha de haber sido nulo para el pichicho -en torno al que también armaron “su” cuenta de Twitter, @ElPerritoDelPro-; en cambio, sí es un acontecimiento para el sillón. Gabriel Muro relata que en tiempos coloniales, y también en los primeros años patrios, el Cabildo emitía bandos (comunicados de disposiciones oficiales) prohibiendo tener más de un perro; que Buenos Ayres sufría “malones de perros”, al punto de que se ordenaba a los presos que salieran a masacrar perros cimarrones a puro garrotazo.

El hijo de Franco Macri añadió: “[Balcarce en el sillón] es un símbolo del respeto que tenemos por los animales”. Gobiernan los terratenientes, la Embajada,el sistema financiero, y gobierna, también, esa simpatía por la mascota -que implica, claro, la mascotización del bicho. La disposición a la mano dura, a meter bala a los chorros es una masiva exigencia gentil, pero posterior al afecto por la mascota, atributo necesario para el gobernante. La habilitación a viajar con perritos en el subte -paralela al cierre del zoológico-, la multiplicación de los caniles, la declaración de María Eugenia Vidal, en campaña, diciendo que “los perros y gatos forman parte de nuestras familias”, son muestras de este humanismo zoopolítico.

En los billetes se hace desaparecer a las figuras políticas del pasado nacional, sustituyéndolas por la fauna patria. La plata no tiene historia y se naturaliza el capital. Además, el animal es puro, inocente, no participa del conflicto. El sueño húmedo del PRO -o mejor, de la razón gestionistaes la negación del conflicto; la idea de que el conflicto no es inherente a la sociedad de clases, sino culpa de la necedad de sujetos conflictivos. Por eso, tales sujetos merecen escarnio (¡qué ganas de joder!, por no emprender...); y los animalitos, ternura. Pero las dos cosas van juntas. Porque la conjura del conflicto no atañe solo a la dimensión política; también a la personal: es tan difícil vivir juntos.

El modelo práctico de humanidad legítima, la versión actual del animal racional -es un decir-, perfil la un sujeto que está incompleto si le falta una sucursal de fauna domeñada. Alguien (¿“alguien”?) a quien querer sin tanta historia.

tercerización afectiva

La historia de la relación con los animales es una de las líneas desde las que puede contarse la historia de la humanidad. Primo Levi testimonió que en el campo de concentración nazi donde estuvo secuestrado, al final de cada día, los presos marchaban en fila de retorno al barracón: rotos, sobreviviendo después de jornadas de trabajos forzados extenuantes, desubjetivados. La “nuda vida” es un concepto que arraiga allí, en eso que les pasa a los cuerpos cuando nada los trata como seres activamente humanos; se desubjetivan, quedan vivos biológicamente. Y cuenta Levi que, en esos retornos en tristes filas, solía haber un perro que se sentaba y los veía pasar: era un perro que miraba hombres, y esa mirada de perro que los miraba como hombres tenía poder performativo y sostenía la condición humana de esos bípedos.

La nobleza de una relación digamos abierta con los animales no necesita, casi, ser argumentada; y antes de ser “mascota”, el perro o gato ya eran animales domésticos. Hay un afecto interespecie que, por un lado, permite efectuar nuestra capacidad de entendimiento sin código; la empatía en la más abismal diferencia. El bicho puede recordarnos nuestra propia bichez. Nuestra pertenencia a la existencia general de la naturaleza. “¿Qué botines esperan ganar si nunca un perro mira el cielo?”, inquiere Patricio Rey a los titanes del orden viril. Esa mirada nos recuerda que todos somos pasajeros de un viaje inmensurable pone en cuestión el mando de los paraísos artificiales que traccionan el deseo social. Por eso, también, se los humaniza a los bichos: para negar la fuga que su naturaleza guarda respecto del absurdo del orden de los valores.

Sin embargo, más que para abrir lo insondable de la existencia, las mascotas se usan para tapar agujeros y que la vida cierre. Ahora, ¿cierra cómo? Vida solitaria, sin nadie que te haga conflictos, pero con “alguien” a quien abrazar y a quien cuidar y querer en los ratitos en que se pausa la entrega existencial al productivismo; vida buena, o mejor, buenista: vida cariñosa, amorosa. En las miles de personas dedicadas al “rescate” de animales callejeros (muchas organizadas, otras no), pero también en los tenedores simples de mascotas, puede verse una fruición de mimos, calor y cuidado para seres más vulnerables, contraria a la impiedad que ritma la vida capitalista -tan difícil es introducir la piedad y la empatía como regla social, que se terceriza hacia el vínculo con las bestias.

manos embolsadas

La bondad mascotista es una de las de mejor rating en la ciudad contemporánea. En el soporte más reciente de la gestión amorosa entre humanos, las redes de citas, aplicaciones virtuales de búsqueda de sexo y pareja, es notable la cantidad de gente que, para ofrecerse como amante y compañero/a, elige mostrarse en fotos con sus mascotas. Como si la calidad de su potencia amorosa se verificara, sobre todo, en el vínculo con el bicho.

Más allá del abandono de la empatía humana como valor central, que se ve tanto en los proteccionistas de animales que se escandalizan por el trato que reciben los caballos de los cartoneros, sin mover un pelo por el trato social que reciben dichos trabajadores, como en los servicios premium con que las élites miman a sus mascotas con lujos que sus sirvientes tienen vedados, la amorosidad por los animales humanizados está matrizada por el mando y la obediencia como vector estructurante del vínculo. Amor con correa, cariño con collar de ahorque. Las necesidades de calor y afecto, dada la conflictividad propia de las relaciones humanas, se resuelven de cuatro paredes para adentro, y si es con un ser exento de lenguaje, mejor. Y las necesidades de obedecer que sufrimos en nuestra domeñada vida se compensan teniendo en casa una sucursal de la naturaleza que hace lo que le decimos con el dedito.

Pero si un saldo afectivo de la vida contemporánea es la necesidad de quererse sin complicaciones, otro es el miedo y el resentimiento. Cada noche se mastican en las almohadas argentinas toneladas de resentimiento; cada mañana, toneladas de temor contenido se aflojan en los inodoros. Y así, se usa al perro no solo como peluche, como pareja, como hijo, como nieto, como amigo; también se usa al animal como fierro. La domesticación consiste en que el perro renuncia a su capacidad de disputar: se supone que una parte de los lobos advirtió que conseguía más comida si hacía mímesis con el hombre y esperaba sus sobras (tal por ejemplo la hipótesis con que trabaja Pascal Quignard en Los desarzonados). Él nos muestra la lengua y nosotros le sonreímos, mostrando nuestros dientes. El perro tenido como mascota securitista busca que la domesticación ya no sea en tanto especie, sino privada: este pitbull no me ataca a mí. En los últimos años se repitieron los ataques de perros mortales, resonando especialmente los sufridos por niños; en Alejandro Korn la justicia condenó a ocho años de prisión efectiva a Horacio González porque, corresponde decirlo así, mató con su pitbull a un pobre niñito de dos años.

El perro como amenaza no es el único modo de tramitar, con el uso de la mascota, el resentimiento social. El casi medio millón de perros porteños es una herramienta de conversión masiva de resentimiento en goce, mediante esa sucia licencia (anarcoliberal) de dejar la caca en la vereda. Gracias a tener un perrito, ya no es necesario tener una empresa o mucho poder: cualquiera puede darse el gusto, el alivio de cagar a alguien. En el 2011 hubo un estudio que arrojó un dato estimativo de entre 35.000 y 70.000 kilos de caca canina por día en la Ciudad de Buenos Aires. Por supuesto, los vecinos que se ocupan del simple acto de no dejar ese abono orgánico en el artificial suelo citadino, los modestamente buenos,pasan desapercibidos.

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