Las influencias de una gran escritora | Revista Crisis
maría moreno conducción / hacer eses no es errar / escabio e historia
Las influencias de una gran escritora
Ilustraciones: Juan Manuel Puerto
17 de Enero de 2018
crisis #28

 

Según cuenta María Moreno en varias de las entrevistas que acompañaron la salida de Black out, el origen de su celebrado último libro está en una serie de notas que escribió hace unos veinte años para la desaparecida revista Latido, bajo el encargo del editor de encuadrarlas en el género de lo que ella define como “amarillismo íntimo”. La consigna, que hoy continúa en la sección “Mundos íntimos” del diario Clarín, consistía en contar del modo más desnudo posible historias personales que hubieran marcado las vidas de quienes escribían. Transcurrían los noventa y cierta sordidez en primera persona gozaba del prestigio de etiquetas como la del “realismo sucio”. En cierta forma, ya estaban servidas la posibilidades de lo que desde hace unos años se conoce como literatura del yo y que en el último tiempo pareció volverse la forma dominante de narración en el panorama de la literatura argentina. Moreno usó esas páginas para escribir unos ensayos híbridos que estaban recorridos por el tema del alcohol, o mejor dicho del alcoholismo. De hecho, tenían el elocuente título de “La pasarela del alcohol”. De esa consigna de “amarillismo íntimo”, que bien podrían en otras manos haber derivado en textos de autocompasión y exhibicionismo narcisista que por ejemplo campean en blogs oficiales como La Agenda Buenos Aires, Moreno rescató una punta a partir de la cual contar su vida y las vidas de otros esquivando los peligros de la sinceridad banal, manteniéndose dentro del mucho más atractivo campo del artificio literario, lo que no significa mentira, sino ficción que dice la verdad. Todo Black out está escrito bajo esa conciencia: “Si escribo lo que escribo, ¿me desnudo? Hay quienes leen como si se tratara de la vida misma. Temblorosos de unanimidad admirativa, mientras creen alcanzar algún mendrugo de intensidad en medio de la opacidad habitual del mundo —tomándola como una confesión. Son como los pájaros que entraron a un museo y, deteniéndose ante una naturaleza muerta hiperrealista, se pusieron a picar los frutos. Y no hay nada que tocar sino páginas hacendosas porque, en literatura, la sangre solo sirve para hacer morcillas”.

Esos textos, de alguna forma, crecieron hasta formar Black out: un híbrido de ensayos, memorias, perfiles y anotaciones en la libreta de un buen entomólogo urbano. En ese sentido, Black out es un libro de géneros difusos, irrespetuoso (nada que sorprenda a quien haya seguido, en Tiempo Argentino, en Radar, en la gran y deforme revista Página 30, perdida en los vahos periodísticos de los 90, las notas de María Moreno) de cualquier definición escolar de los géneros periodísticos o literarios, con el único punto de encuentro de narrar el recorrido de una vida que se intersecta con otras vidas ya pasadas. Black out podría ser una novela, puede ser leída como una novela, porque la novela es el género esponja que resiste todo, el género que desde su invención, hace siglos, es capaz de aguantar cualquier torsión, cualquier contaminación. Podemos pensar en Black out como la novela de una vida, la novela de la construcción de una personalidad, la novela de su aprendizaje e iniciación de la misma manera en que podemos pensar en los Diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia (a quién Black out está dedicado) de la misma manera. Nos evitaríamos de ese modo las molestas disquisiciones genéricas, si autobiografía, si memorias, si ensayos ficcionales, que no hacen más que desviar la atención del punto: Black out es un libro sobre cómo una vida se convierte en literatura a pesar de ella misma, sobre cómo la literatura termina dándole forma a una experiencia, sobre cómo la literatura es una derrota íntima y una victoria pírrica, sobre cómo la literatura hace, de una manera a priori difícil de entender, de la experiencia personal algo digno de leerse. Y también cómo la literatura funciona como máquina del tiempo que nos transporta, entre la niebla del alcohol, a épocas y personajes que esperaban ser narrados para ser revividos.

Está el alcohol, ya dijimos, como dios protector y castigador a lo largo de todo el libro. Sin embargo, nada más lejos de Black out que ese tipo de excursiones a los infiernos de la adicción, guiados por un Virgilio con la cara y el hígado de Bukowski que podría sugerir esa premisa y que son tan habituales en las autobiografías de quienes atravesaron los parajes etílicos y vivieron para contarlo. Y no porque en el libro no estén presentes la conciencia de la autodestrucción, las riñas de la borrachera, la lucidez del colocado, la depresión de la resaca y el arrepentimiento del día después. El libro de Moreno se llama Black out y esa idea del apagón, del vacío de lo que pasó ayer, de la certeza de saber que no se sabe y que zonas enteras han quedado borradas para siempre, forma parte no sólo de lo que el libro cuenta sino también de cómo está escrito. Las repeticiones, las digresiones, las obsesiones que vuelven una y otra vez, los meandros del relato que se detiene maravillado en algún punto, son como el recorrido en “ese” que traza alguien con abundante alcohol en sangre para ir de un punto a otro. Moreno, que ya no bebe, escribe un libro cuya forma remite al estado bajo la influencia del alcohol: “Hacer eses no es fallar. Es el equilibrio con que un volumen intoxicado reemplaza la línea recta. No se lucha contra la inercia, se la acompaña hasta el borde de la pared desde la que el impulso arrojará hacia el otro lado; en la curva no hay que alejársele sino todo lo contrario, como cuando se dobla una moto”.

En Black out el alcohol le sirve a Moreno para tirar de la cuerda de su vida. Empieza, como toda biografía manda, con los orígenes familiares, con la novela familiar en la que se entrevé algunas de las claves que irá desplegando. Una madre química obsesionada por la epidemia de parálisis infantil de los años 50 (gran terror argentino de toda una generación criada durante el primer peronismo del cual aún subsisten como testimonio descolocado aquellos árboles pintados de blanco cal hasta la mitad del tronco que todavía pueden verse en algunos lugares) que le higieniza con alcohol las manos y le impide hacer excursiones a la cercana Plaza Once, un lugar que para la madre representaba “un foco, sino de bacterias, de las fuerzas sociales que el peronismo había alentado bajo la forma de vistosa propaganda de la felicidad”. Aunque es en ese hogar, una casa de pensión regenteada por su familia, enclavada cerca de la estación donde tiene lugar su despertar fascinado por el malandraje y los personajes al borde, que formarán su sensibilidad literaria. Una casa donde los huéspedes formaban un espectro que iba desde judíos sobrevivientes de la Mitteleuropa que dejaban ver los números grabados en el brazo cuando lavaban ropa en el fuentón a pequeños delincuentes de la mala vida porteña. Esas escenas de infancia y adolescencia de Black out reconstruyen una geografía perdida: la del Once de mediados de siglo XX, un territorio babélico en metamorfosis permanente, siempre al límite de la sobreutilización urbana, el conflicto y el desgaste, donde las etnias y los orígenes van sucediéndose unos a otros, y donde la libre iniciativa comercial de los pequeños emprendedores (para usar la jerga oficial actual) inventa todo el tiempo nuevos usos y convoca nuevos habitantes. Y es en Once, en un lugar que llamado Alex Bar, ubicado en la horrible y arltiana Recova, donde Moreno prueba su primera ginebra bajo la mirada cómplice de un exconvicto amigable, un cocainómano prehistórico de aquellos años felices. En ese Alex Bar (“solía estar abierto, como quien dice, toda la vida”) comienza su vida de bares y es como el descubrimiento de un nuevo tipo de hogar, de un contra-hogar: “Al beber se escapa de la red de lo útil dando un sentido jodedor al hecho de alimentar la fuerza de trabajo”. Un contra-hogar en el que el habitué entabla una relación maternal con los mozos, personajes anónimos que cuidan del cliente fiel, “madres subrogadas de los borrachos, los solitarios, los perseguidos”.

 

El alcohol es también una clave, una de las posibles, con las que se puede leer la literatura argentina y no solo la argentina. Y Moreno es muy buena en el arte de entrarle lateralmente a la historia. Su experiencia en los bares, su aguante a las bebidas fuertes que le granjea desde joven el respeto de esa cofradía de borrachos del bar del Once (Black out es un libro de hombres sin mujeres, para citar a Hemingway, gran bebedor y teorizador de la bebida; o mejor, un libro de hombres con una única mujer), ilumina pequeños ensayos sobre la dipsomanía literaria nacional. Si David Viñas (que, de paso, aparece en el libro sin ser nombrado en una escena conmovedora de sus últimos años) decía que la literatura argentina había empezado con una violación, la de El Matadero de Echeverría, Moreno refuerza la idea agregando el componente etílico que envalentonaba las crueldades de los mazorqueros: en la mesa en la que torturan al unitario no solo está la mazorca que terminará matándolo sino el abundante aguardiente que los hace sentir capaces de todo. En la fiesta que sigue al acuerdo de paz con los indios que Mansilla narra en la Excursión a los ranqueles donde  “reventados, dados vuelta” los indios se rematan hasta la inconsciencia con el aguardiente que el coronel, previsor, lleva para negociar el tratado de paz. O en los pasajes del Martín Fierro en los que el gaucho nacional y su compañero el sargento Cruz abandonan la pampa a caballo pasándose de mano en mano, de montura a montura, la botella de ginebra que irán besando por turnos, como hermanos.

Y después están los años 60 y 70 y 80. Los años de los que Moreno habla en primera persona, como testigo, cófrade femenino y cronista sobreviviente. Los años en los que ya escribe y publica y traba amistades y que también conforman un mapeo personal de la literatura argentina. Son los años, míticos para los vampiros de la intensidad de un pasado no vivido, que explican buena parte de la fascinación que Black out provocó en el pequeño mundo literario argentino. Son los años que van desde, digamos, Primera Plana (el gran producto de Jacobo Timerman que en solitario imponía lo que debía y no debía leerse en Buenos Aires) a Página/12 (el gran experimento de Jorge Lanata que también reunía en sus filas a buena parte de quienes acaparaban la idea de lo nuevo). Un mundo perdido en el que “comprendíamos que la ginebra era estructural para la literatura argentina”. En parte, el mismo mundo de los años narrados en el segundo tomo de los diarios de Piglia, aunque con ciertos desacoples. El mundo de los bares que funcionaban como mesas de redacción y territorio monopolizado por capangas intelectuales que animaban esa fiesta interminable. Es el mundo de La Paz, del BarBaro, del Ramos y Corrientes: “la vieja bohemia porteña hecha de periodistas, diputados, chorros o mixtos de todas esas calañas”. Un mundo de bebedores que se aposentaban desde la tarde (no la mañana, nunca esa enemiga) a la noche para teorizar, fanfarronear, seducir, cerrar colaboraciones, negocios y runflas bajo el cielo estrellado de un país que todavía no se había precipitado al abismo negro de la dictadura. Moreno es muy buena, seguramente una de las mejores, a la hora de trazar perfiles borderline: arma un contra-canon literario de bebedores atravesados por la literatura, hasta dejar la vida: Norberto Soares, Héctor Libertella, Jorge Di Paola, Miguel Briante. En sus retratos de esos escritores y compañeros caídos logra la dificilísima marca de ser tierna sin ser complaciente, de ser precisa sin abandonarse a la condescendencia. No lo necesitan ni ella ni ellos. Más avanzado el tiempo, después del black out de la dictadura (dirá que esa época explica buena parte de la neurosis paralizante que les impidió escribir en esos años a sus amigos y a ella misma), ya en el territorio Página/12 Moreno traza unos perfiles de figuras tan disímiles como Claudio Uriarte (“un dandy desesperado”) o Charlie Feiling (“se emborrachaba sin tambalear o hablar con lengua bola”), figuras de la literatura argentina que forman parte de un paisaje que hoy parece barrido por el tiempo, no porque sus méritos sean pocos, más bien al contrario, sino porque parecen afincados en una época, no tan distante en términos de años cronológicos, que la actual pérdida de cualquier horizonte histórico parece confinar a un pasado de intensidad mitológica.

Black out, en ese sentido, en ese sentido casi físico de la historia, es un libro que funciona como paseo por un territorio perdido. Es un libro de los muertos, es un testamento sin melancolía, es un recorrido por una experiencia hecha de fragmentos de memoria y escritura.

María Moreno

Black Out

Literatura Random House

2016

416 páginas

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