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santiago del estero, el bicentenario interior
El lunes 27 de abril se cumplieron 200 años de la declaración de autonomía de Santiago del Estero con respecto a Tucumán y, en medio de la pandemia, por debajo de celebraciones oficiales y discursos grandilocuentes, afloran los problemas estructurales y las injusticias fundantes, inamovibles e invariables. Rescate emotivo del federalismo que no fue.
Ilustraciones: Antonio Castiñeira
27 de Abril de 2020

 

Si vives en alguna provincia del interior hay ciertas cosas que no te sorprenden. No te sorprende que para viajar de Santiago del Estero a Buenos Aires haya una decena de colectivos todos los días pero ni uno solo a Catamarca o La Rioja. Ni que para tomar un avión para hacer los ochocientos kilómetros que separan a Santiago de San Luis haya que desviarse mil doscientos en sentido contrario hasta Aeroparque y luego retomar el rumbo. No te sorprende que cinco de los seis noticieros que tienes para ver a la mañana y a la noche –los mismos que ven en Jujuy o Río Gallegos– te den la temperatura y el tránsito de la Ciudad de Buenos Aires. Ni que si entras a una librería en cualquiera de las veintitrés provincias, la grandísima mayoría de los libros hayan sido escritos e impresos en una sola.

Tampoco te sorprende el fútbol. En 2019 los santiagueños nos sentimos parte del país porque Central Córdoba ascendió a Primera después de cuarenta y ocho años. Por fin nos iban a asociar con algo que no fueran los bombos, la chacarera o algún caso policial. Llegamos a una liga donde quince de los veinticuatro equipos son porteños o bonaerenses y el resto del lote va y viene de las otras provincias. Igual, si sos de provincia nada de esto te sorprende, porque te parece natural la fuerza centrípeta de Buenos Aires que concentra la población y las miradas, la producción económica y simbólica. Hasta ciertas normas de la belleza, del buen gusto y del confort. Todo está allá. Ya conoces los números duros: allá está el 41% de la población argentina y se genera más del 50% de los bienes y servicios que se producen y distribuyen en todo el país. Afuera no parece haber nada demasiado relevante y si lo hay es secundario, o bien le importa a algunos pocos aldeanos de los tuyos. Y cuando alguien nota o señala este problema, es como si estuviera denunciando que hace calor del norte: no hace falta, es así, aquí vivimos. Fin.

Pero como todo tema monolítico, siempre hay momentos en que se puede meter el dedo y hurgar. Momentos como el de hoy, que en Santiago conmemoramos el bicentenario de la autonomía provincial. Hace meses que venimos con festejos, publicaciones y actividades culturales varias y finalmente llegó el día.

Igual, si sos de provincia nada de esto te sorprende, porque te parece natural la fuerza centrípeta de Buenos Aires que concentra la población y las miradas, la producción económica y simbólica. Hasta ciertas normas de la belleza, del buen gusto y del confort. Todo está allá. 

 

vaporosa autonomía

Sin embargo, hay cosas que no están claras. ¿Qué conmemoramos? ¿Una condición que ganamos, como alguna vez el país ganó el gobierno patrio o la independencia? ¿Algo que alguna vez tuvimos y conservamos? ¿O que perdimos? ¿De qué autonomía nos regodeamos? ¿De qué poderes somos autónomos? ¿De qué presiones o instituciones? ¿Qué se supone que estamos festejando?

El 27 de abril de 1820 en Santiago nadie dijo ni escribió la palabra Autonomía. Nadie la usó en los cinco años previos de agitaciones políticas intentando conseguir lo que efectivamente se conquistó a partir de ese día: la separación de Tucumán. Los historiadores contemporáneos no saben tampoco muy bien cuándo apareció la palabra. Se sabe que en los festejos del Centenario, en 1920, ya se utilizaba. Pero no la emplearon ni los firmantes del acta, ni las milicias, ni los curas, ni los miembros de la burguesía criolla que quería ganar protagonismo político e independencia económica.

El acta tiene apenas doscientas cinco palabras repartidas en cinco artículos y está firmada por una docena de representantes de la elite santiagueña reunida en una asamblea presidida por el cura Manuel Frías. En ningún lado escribieron Autonomía. Tampoco independencia o revolución. Usaron la palabra soberanía. “No reconocemos otra soberanía ni superioridad sino de la del Congreso de nuestros co-estados que va a reunirse para organizar nuestra federación”, dice el texto sobre una expectativa que demoró un tiempo en cumplirse. Luego ordena “redactar la constitución provisoria y organizar la economía interior de nuestro territorio, según el sistema provincial de los Estados Unidos de la América del Norte”. Y al final, remata con altura: “Ofrecemos nuestra amistad a nuestros respetables hermanos y conciudadanos del Tucumán y olvido de lo pasado a los que nos han ofendido”.

No es poco lo que se declaró hace 200 años: la separación territorial, el autogobierno, el manejo de la propia economía, el olvido de los viejos rencores. En esa época Santiago tenía 46.370 habitantes y era la provincia más poblada, después de Buenos Aires y Córdoba. El territorio santiagueño era apenas la mitad sudoeste del actual. Llegaba hasta el Río Salado, que dibuja una banda diagonal de un extremo al otro del mapa. Esa banda marcaba la frontera con el impenetrable territorio ocupado por los pueblos originarios. Había en Santiago muchos intereses. Los cueros y las curtiembres, el salitre que se usaba para la fabricación de pólvora, la madera para las ruedas y carretas tenían cierta importancia. Un inventario de esos años dice que había dos mil cabezas vacunas, tres mil ovejas, cuatrocientos caballos y trescientas mulas. Había fondas y pulperías y un movedizo comercio regional. Hasta abril de 1820, la recaudación fiscal se iba a Tucumán y desde allí se manejaba discrecionalmente. Los comerciantes locales perdían. La voluntad de manejar la propia economía y el gobierno abrieron el grillete.

Sin embargo, pese a los deseos y esfuerzos de los terratenientes y los curas y los militares de 1820, Santiago no creció ni se hizo más grande. Al revés, se fue hundiendo lentamente en la postración y en el atraso. No lo hizo sola, claro. El interior todo, y en especial el norte, fue quedando tristemente rezagado.

No es poco lo que se declaró hace 200 años: la separación territorial, el autogobierno, el manejo de la propia economía, el olvido de los viejos rencores. En esa época Santiago tenía 46.370 habitantes y era la provincia más poblada, después de Buenos Aires y Córdoba.

 

unidos y centralizados

Al mismo tiempo que iban ganando sus autonomías políticas, las provincias perdían el otro elemento del binomio deseado: poder económico. Las luchas por la independencia, las guerras civiles, la pérdida de mercados y la imposibilidad de competir con los productos importados tras la apertura del comercio con Inglaterra abortaron el despegue económico de la mayoría de aquellos pequeños estados autónomos. Solo de ejemplo: los ponchos santiagueños, que eran durante el virreinato la principal producción, perdieron con la penetración de la imbatible industria textil británica.

Mientras, Buenos Aires lo engullía todo con el manejo del puerto y las aduanas. En la década del 50 del siglo XX, Bernardo Canal Feijoo marcó el modo en que Buenos Aires dejó de concebirse como “un centro prescindente, equidistante y pasivo, entre estados ya constituidos” y se convirtió en “agente activo, coercitivo, compulsorio, entre sujetos potenciales, todavía amorfos y en plástica disponibilidad constitucional”. Por esos mismos años, Francisco René Santucho publicó un artículo en la Revista Dimensión donde decía que “la sofocación del país, la supeditación del país esencial y vasto a los intereses o miras de los empresarios de la absorbente factoría capitalina, debe ser superada mediante medidas adecuadas de resistencia y contraposición”. Nunca lo hicimos. Difícilmente lo haremos.

El sistema federal parece tolerar las desigualdades económicas y sociales siempre que se sostenga la capacidad de las unidades subnacionales de autogobernarse. Pero la verdad es que la pérdida de capacidad productiva y solvencia económica ha llevado también a la pérdida del poder político: desde Juan Felipe Ibarra a Gerardo Zamora hay históricas resignaciones obligadas por la presión del poder central.

En 1832 hubo un famoso intercambio epistolar entre Ibarra y Rosas, en el que el santiagueño casi que rogaba al gobernador de Buenos Aires que convocara a un congreso para redactar una Constitución Nacional. Rosas se negaba por las “malas experiencias y los repetidos desengaños”. El santiagueño, duro, todopoderoso en su tierra y poco acostumbrado a que le dijeran que no, debía renunciar a su voluntad, pero no a su lealtad. “Me queda el consuelo de haber expresado una gran necesidad nacional al hombre de quien esperamos la salud del país”, le escribía Ibarra a Rosas, resignado.

En 2016 Gerardo Zamora –senador entonces– tuvo que alzar la mano para votar a favor del pago a los fondos buitre. Y ordenar que hicieran lo mismo los nueve compañeros y compañeras de banca por Santiago en ambas cámaras. Era el mismo Zamora que un año y medio antes, siendo presidente provisional del Senado durante el gobierno de Cristina, venía denunciando la “ganancia inmoral” que pretendían los holdouts del exterior y sus socios argentinos. Los acreedores que, en 2016, él y los jefes políticos de las distintas provincias tenían que complacer a la fuerza, por presión del Ejecutivo. Pocas semanas después votaron también la derogación parcial de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que ellos mismos habían ayudado a redactar y sancionar. Y ese fue apenas el principio de una penosa cadena de acompañamientos forzosos durante el gobierno de Macri.

El sistema federal parece tolerar las desigualdades económicas y sociales siempre que se sostenga la capacidad de las unidades subnacionales de autogobernarse. Pero la verdad es que la pérdida de capacidad productiva y solvencia económica ha llevado también a la pérdida del poder político: desde Juan Felipe Ibarra a Gerardo Zamora hay históricas resignaciones obligadas por la presión del poder central.

 

seamos subalternos y los demás no importa nada

Históricamente, la oposición política al gobierno central es la antesala a la sanción económica. En Santiago tenemos marcada a fuego la venganza sarmientina. La enemistad que tenían los Taboada –mitristas y líderes de un poderoso ejército en el norte– con Domingo Faustino Sarmiento nos costó muy cara. En aquellos años en que se tendían las líneas férreas, el entonces presidente decidió desviar la traza para que no pasara por la capital santiagueña y fuera directamente a Tucumán. Una condena al aislamiento y una estocada al futuro económico de la provincia.

En el siglo XXI, la mayoría de los gobiernos subnacionales carecen de potestad tributaria en proporción a sus gastos. Esto los vuelve políticamente cautivos de la bajada de línea nacional. No hay margen para disentir. Catorce provincias argentinas no recaudan ni un tercio del dinero que necesitan para funcionar. Santiago –la tercera que menos recauda detrás de Formosa y La Rioja– no puede arriesgar el 88% de su presupuesto que proviene de una coparticipación que sigue siendo en gran medida discrecional y nadie se anima a legislar debidamente. Sin contar el arma de presión que son las transferencias no automáticas, como ayudas financieras o capital en obra pública.

Se ve con claridad el lugar de las provincias: es todo lo opuesto a la autonomía. En octubre de 2019 Alberto Fernández dijo durante un acto de la campaña presidencial en Rosario que Argentina fracasó como país en términos de federalismo. Tenía razón. Dijo también ese día que el suyo iba a ser el gobierno de un presidente y 24 gobernadores. Seguramente no imaginó que, coronavirus mediante, iba a terminar reuniéndose con ellos una vez por semana para definir las políticas nacionales ante la inesperada emergencia sanitaria y económica que atravesamos. El plan original era reunirse una vez por mes con todo el gabinete nacional en una de las 24 capitales alternas propuestas en un proyecto que el Ejecutivo mandó al Congreso en febrero. Es posible que el trabajo articulado que realizan durante la cuarentena el presidente y los gobernadores deje condiciones para planear la Argentina pospandémica con una mirada más integradora.

Pero declamar el federalismo no es suficiente para buscar una salida a la sujeción política y la debilidad económica de las provincias. ¿Qué se ha hecho y qué se ha pensado en el último tiempo para reducir estas asimetrías entre Buenos Aires y el interior? Hay algún pensamiento extremo al respecto, como la idea que agita hace un tiempo la Fundación Metropolitana, que consiste en impulsar un proceso migratorio interno para relocalizar diez millones de personas en treinta años. El objetivo es que en 2050 Buenos Aires tenga 12 millones de habitantes contra los 22 que prevé el crecimiento vegetativo, a partir del traslado de capital humano a las provincias. Vale la pena anotar la idea por estrambótica y seductora, pero suena impracticable.

Ha habido intentos concretos desde lo económico y lo político. Uno muy claro fue la creación de las regiones del Zicosur y Atacalar, para establecer un corredor bioceánico que active un flujo importante y mejor organizado de comercio internacional a las provincias del norte sin pasar por Buenos Aires. En Santiago se establecieron las Siete Metas del Bicentenario, que en enero de este año presentaron el gobernador Zamora y los rectores de las dos universidades locales juntos a 33 entidades profesionales. Pero nada de esto alcanza, ni se hace desde una sola provincia.

Catorce provincias argentinas no recaudan ni un tercio del dinero que necesitan para funcionar. Santiago –la tercera que menos recuda detrás de Formosa y La Rioja– no puede arriesgar el 88% de su presupuesto que proviene de una coparticipación que sigue siendo en gran medida discrecional y nadie se anima a legislar debidamente.

 

un efecto invernadero narrativo

En general, el federalismo se ha pensado como una forma de distribución en el territorio de los recursos políticos, económicos y fiscales. Pero es sobre todo una respuesta organizativa posible ante el verdadero problema de fondo: la desigualdad y las formas de inferiorización que han sido parte del desarrollo histórico del país. Argentina se ha construido sobre la producción de diferencias de clase, de género, de raza. Y también del territorio.

A la distribución de recursos políticos, económicos y fiscales agregaría dos que no suelen entrar en la discusión del federalismo: recursos culturales y simbólicos. Las provincias no sólo están lejos del gran centro radiante, del puerto y sus negocios, del fulgor de sus avenidas y sus canales de televisión. Además de ser lejanas, son depositarias de lo rústico, lo pobre, el habla rara y distinta: el tonito, el acento, la tonadita, dicen los porteños. Está en las provincias lo menos potente, lo que viene atrás y no vale la pena prestarle mucha atención. En el mejor de los casos, la mirada benevolente del centro encuentra en las provincias algún colorido, cierta musicalidad, alguna gastronomía o quizás algún rincón pintoresco para ir a visitar y desconectarse. Pero jamás para quedarse.

Los que nos quedamos, nos quedamos no sólo en un lugar geográfico, sino en un lugar político y simbólico, un vagón de segunda o tercera clase. Un lugar donde no sólo hay menor capacidad productiva, menos cloacas por habitantes y peor conexión a internet, sino un lugar con menor capacidad de producción simbólica. Aún los intentos de narrarnos mediante los relatos que producimos en las provincias, con nuestros propios noticieros y nuestros libros –siempre menos elegantes– quedan muchas veces atrapados en sus pequeños microclimas aldeanos, en una suerte de efecto invernadero narrativo. Los esfuerzos por contarnos y pensarnos a nosotros mismos muchas veces pierden su potencia o pasan inadvertidos, ante la avalancha de mensajes empaquetados desde el gran centro del país. Y para peor, tampoco sabemos nada de lo que pasa en la provincia de al lado.

Vuelvo a la pregunta del principio: ¿Qué festejamos en el bicentenario de la autonomía santiagueña? Un nombre propio quizás. La traza de algunos límites donde terminan los otros y empezamos nosotros. Un nosotros que hoy estamos ante la oportunidad de pensar, cuando nos alumbra y nos desnuda la palabra que evocamos en la fecha y que hace 200 años nadie dijo.

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