Steve Jobs, el padre de la criatura | Revista Crisis
Steve Jobs, el padre de la criatura
Aún bajo las secuelas mediáticas de la matanza de San Bernardino, el precandidato a presidente de los Estados Unidos Donald Trump llamó a un boicot hacia los productos Apple, porque la empresa se negó a colaborar con el FBI en el desbloqueo de los aparatos para casos de terrorismo. Esto se suma a un debate sobre las fronteras entre estado, corporaciones y derechos individuales a la hora de tener acceso a las telecomunicaciones. Pero antes, una serie de películas intentaron reconstruir la trayectoria vital de Steve Jobs, el Odiseo del capitalismo inmaterial. El escritor y guionista Julián Urman nos invita a un recorrido.
20 de Febrero de 2016

Steve Jobs es un huérfano. Steve Jobs empezó su carrera en un garaje. Steve Jobs es un visionario. Steve Jobs nos enseñó que las computadoras tienen alma, y que ese alma es hermosa, y que los usuarios de las computadoras hermosas, son hermosos por extensión.

Siempre supimos que Steve Jobs era el héroe en un mundo de máquinas imperfectas, y que sus propias imperfecciones lo convertirían en nuestro salvador. Somos hijos predilectos de aquel padre que triunfó contra la opresiva realidad de los feos, de los que buscan el precio más bajo, de los que utilizan la magia del proceso computacional para fines abyectos, como correr video juegos, o instalar software de dudosa procedencia.

Por eso amamos contar una y otra vez que Steve Jobs era un mal padre. Porque ella, su hija biológica, con sus necesidades reales, interrumpía el flujo sagrado del creador. Ella, con sus reclamos mundanos como el dinero, o la paternidad, buscaba anclar a nuestro héroe en el tipo de problemas que corresponden a una vida no iluminada, nuestro tipo de vida. Aunque en la superficie juzguemos estas actitudes mezquinas -y realmente amamos esta dulce, tan dulce actividad moral- ver al hombre detrás del sacerdote nos hace creer más en su noble origen. Cuanto más nos hablan de sus defectos, más evidente se hace su virtud. Cuando ponemos el foco en lo patético de la vida de Steve Jobs, lo que iluminamos es nuestro deseo de contemplar lo divino.

En el documental “Steve Jobs: The man in the machine”, en una corta secuencia nos presentan con una situación imposible de hilar dentro del relato magnifico y espiritual que es la historia de Steve Jobs, un dato que siempre cae fuera de las tantas biopics que se han construido alrededor de su historia: vemos cómo responde a una pregunta muy directa respecto del altísimo número de suicidios en una planta en China que fabrica productos para Apple (entre otras tantas compañías tecnológicas que reclaman la baratísima mano de obra del asiático Leviatán).

Esta pregunta pone en evidencia que Steve Jobs no sólo trae de Oriente una filosofía sobre la belleza minimalista; también importa la cultura de lo que nosotros llamamos “trabajo chino”. Un “trabajo chino” es algo muy costoso de realizar, no por su complejidad intelectual, si no por su cualidad de ser sumamente hincha pelotas, repetitivo, no digno de nuestro valioso tiempo. Algo similar a la “tortura china”, que no es insoportable por el alto impacto inmediato sobre nuestras redes sensoriales, como puede ser la tortura predilecta de los yanquis, el waterboarding. Si en esta último se arroja sobre las fauces respiratorias de los llamados “terroristas” más agua de la que sus fisionomías tradicionalmente árabes pueden soportar, en la tortura china se utiliza una sola gota, que cae repetitivamente sobre nuestra cabeza hasta empujarnos a la locura. Un chiste viejo: “¿Cómo le dicen los Chinos a la comida China? (pausa) Comida”. A esto podría agregarse, ¿cómo le dicen los Chinos al “trabajo chino”? Trabajo.

En el notable caso de los obreros-suicidas de la fábrica que produce artículos tecnológicos por los que al otro lado del mundo hacen colas los hipsters, la solución a la que llegaron los patrones de dicha fábrica es también notable, por horrenda: pusieron redes alrededor del edificio para desanimar a quienes tuvieran el impulso de saltar por la ventana a fines de escapar de la tortura china a la que los Chinos llaman trabajo.

En “Steve Jobs: the man in the machine”, vemos la respuesta de Steve Jobs (en este caso interpretado por Steve Jobs) a la pregunta por dicha fábrica en toda su magnífica y perversa ingenuidad: él dice que si tomamos una muestra de habitantes de E.E.U.U. de igual tamaño a la cantidad de obreros de la fábrica del horror, la tasa de suicidios es más alta entre los pobladores norteamericanos. “Pero todas estas muertes por suicidio ocurren en un mismo lugar”, responde la entrevistadora con una sonrisa, como si el gurú de la belleza informática hubiera dicho algo gracioso. “Sí, pero estamos hablando de números”, responde el padre que perdió su juicio de paternidad.

En “Steve Jobs”, la última biopic de una larga lista de ídems, dirigida por el Danny Boyle de “Trainspotting”, le toca el turno a Michael Fassbender de encarnar al empresario más cool de la historia, luego de que Ashton Kutcher lo hiciera en “Jobs”, y Anthony Michael Hall en la ya olvidada “Pirates of Silicon Valley” (película añeja pero relevante, que incluye una hermosa caricatura de otra figura de esta Historia: el tradicional villano Bill Gates, a quien vemos patinando como un nerd e intentando levantarse chicas, sin éxito, a pesar de que acaba de venderle un humo llamado MS-DOS a IBM como el más campeón de los campeones).

Esta última versión de “Steve Jobs” toma por centro la relación del antedicho con su hija, agregando a la tradicional mezcla un recurso refrescante: la película sucede en los minutos previos a varias presentaciones de productos, de Apple y de Next, la compañía que Jobs fundó cuando lo echaron de su propia empresa. Aquí, una vez más, la particular visión de Jobs respecto de los números corre al personaje de su dominio espiritual: en el juicio que confirmó genéticamente su relación con Lisa, la hija que comparte con Chrisann Brennan (la prueba de ADN había dado un 95% -o algún número semejante, ridículamente alto- de compatibilidad genética), Steve Jobs dijo que ese 95% en verdad quería decir que un 28% de todos los hombres de E.E.U.U. podrían ser el padre de la criatura. Numerología absurda en base a un hecho que reclama consecuencias éticas y morales.

Steve Jobs” no evita otro de los temas clásicos de la biografía del magnate: la primera computadora que vemos lanzar a la ya poderosa compañía Apple lleva el mismo nombre que la hija en disputa, Lisa. Esto fortalece la idea de un vínculo espiritual complejo eternizado en los circuitos de una máquina que viene a funcionar como reemplazo de una figura de padre perdida en asuntos legales, incapaz de vincularse en el mundo real de los problemas cotidianos, pero capaz de transformar a ese mismo mundo mediante la belleza de un futuro donde todos somos hijos de un gurú que imagina para nosotros tecnología a la vez inclusiva y excluyente.

La “i” minúscula de los productos Apple es uno de los grandes inventos de la historia. Otorga humildad al egocentrismo. La “I” que siempre es mayúscula en el idioma inglés, la que denomina al “Yo”, entrega su capitalidad en un acto de estoica grandeza, e inaugura -o legitima- la falsa modestia del que no tiene ideología, del que sólo busca la simple verdad de la iluminación. El “yo” que no tiene soberbia, que no necesita que otros le dicten su grandeza, que hace las cosas a su modo, porque es rebelde. Probablemente la antítesis de todo lo que Apple verdaderamente representa, y voy a justificar esta afirmación con un solo hecho: el espacio de tech support de Apple lleva el nombre de Genius Bar. Y sí, el chaboncito que te atiende para arreglar tu máquina, es denominado por la empresa misma como un “Genius”.

Las grandes corporaciones persiguen la egomanía del “Yo”; pero Apple, con su “yo”, refuerza una idea de verdad esencial, que no es compatible con el mundo vasto y variado de las competencias de mercado, que no necesita de la sucia ética hacker del código abierto, que no busca ahorrar unos dólares mugrosos porque la mística experiencia está más allá de tales consideraciones materiales. “yo” busco el diseño perfecto que borra mis imperfecciones, la manzana mordida que me expulsa del Edén capitalista, el zumbido erótico de un futuro que me incluye como hijo real de un padre que niega a sus propios hijos.

Richard Stallman, otro gurú, en este caso del software libre, con muchas menos películas a su nombre, tuvo esto para decir de la muerte del fundador de Apple: “Steve Jobs, el pionero de las computadoras convertidas en cárceles cool, diseñadas para separar a los tontos de su libertad, ha muerto”. Pero “yo”, en lo personal, prefiero quedarme con una frase de Bill Murray: “Se murió Johnny Cash y nos quedamos sin efectivo, se murió Bob Hope, y nos quedamos sin esperanza. Se murió Steve Jobs, y nos quedamos sin trabajos. Que no se muera Kevin Bacon.”

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