lovecraft, el infierno perdido | Revista Crisis
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lovecraft, el infierno perdido
Howard Phillips Lovecraft supo conjurar en su literatura el magma más viscoso de nuestras pesadillas inconscientes y colectivas. El escritor y gestor cultural santafesino Héctor Berra escribió una semblanza del autor de En las montañas de la locura en la crisis #53 y leído hoy nos trae un eco diferente cuando hace foco en la génesis de su don para ponerle palabra al horror.
13 de Diciembre de 2023

 

-El conflicto es la única realidad ineludible de la vida... -le dijo el hombre flaco y envejecido a la muerte.

Desde siempre, desde las primeras fantasías de su niñez, la muerte rondaba a su alrededor; ahora le imponía su realidad, tan ineludible como impostergable. 

-El conflicto es la única realidad ineludible...-insistió, desafiante, el moribundo.

Alguno de los que lo acompañaban, al escucharlo, pensó en la guerra. España ya era un campo de batalla. Alemania se prestaba a encender la hoguera en toda Europa.

Otros recrearon por un instante, la caótica cosmogonía, los monstruosos dioses en pugna, que aquel hombre enfermo, había pergeñado en un delirio inagotable. Quizás alguien pudo imaginar que Howard Phillips Lovecraft, ya cercano al final, estaba revisando el cotidiano conflicto de su propia existencia: infancia, soledad, pobreza, reclusión...

Había nacido en Providencia, Rhode Island, el 20 de agosto de 1890. Su padre murió cuando él tenía 8 años. Su madre era neurótica y posesiva y lo crió medroso, sobreprotegido y reprimido.

Dicen que lo educó en la creencia que la gente es mala y tonta. Quizá por eso, se encerró en el pesimismo de su soledad impotente.

Dicen que se intoxicó comiendo pescado. Quizá por eso su aversión morbosa al mar y sus inmensidades.

Dicen que odiaba las grandes ciudades. Quizá por eso se encerró en su habitación y se refugió en los libros que heredó de su abuelo.

Dicen que no toleraba la luz del día. Quizá por eso paseaba de noche por las calles solitarias de Providencia, las mismas que transitara Poe, quién sabe persiguiendo la sombra de aquel otro espíritu desgarrado. Dicen que los ritos cristianos le parecían abstractos y pueriles. Quizá por eso siempre fue ateo.

Dicen que vivió con su madre toda la vida. Quizá por eso, cuando ella murió, se sintió solo y abandonado, en un universo hostil, vulgar, incomprensible.

Dicen que lo único que sabía hacer, era escribir. Quizá por eso siempre fue pobre.

Todo eso dicen de Lovecraft. Quizá sea cierto. Tal vez por eso se inventó un mundo propio para seguir viviendo. Un universo con otros dioses, con otro espacio, con otro tiempo. A lo mejor, se perdonó la vida imaginando una aterradora dimensión, paralela a la aún más aterradora dimensión de su existencia cotidiana. Una eternidad con un origen. Un infinito a la espera de un término final.

"Todas mis historias -escribe- están basadas en la creencia de que este mundo estuvo habitado, en otros tiempos, por una raza que vive esperando el día que tomará nuevamente posesión de la tierra".

A partir de esa premisa, construye una mitología, un mundo legendario, una intrincada trama de relatos, pesadillas y vivencias, aventurándose en regiones donde la imaginación jamás se había internado. En busca del infierno perdido.

Allí habitan los "Grandes Antiguos", criaturas arquetípicas de una cosmogonía aterradora. Azathoth, el centro de todo lo infinito. Nyarlathotep, el dios sin cara, el mensajero que repta. Itahqua, el que camina sobre el viento. Nodens, señor del gran abismo. Yog-Sothoth, amo del espacio-tiempo. Cthugha, el que habita en el fuego. Y el gran dios Cthulhu, el más importante, el más maligno, el que espera soñando, recuperar la hegemonía perdida, el que yace al acecho en el fondo del océano; en el mar, donde paradójicamente, se originó la vida.

Estos dioses son, según Rafael Llopis, "personificaciones de los monstruos más antiguos de nuestro abismo interior", "...monstruos nunca domesticados, que se manifiestan con todo su poder, cuando en el sueño, descendemos a las profundidades del alma donde habitan". Una zona que Lovecraft visitaba, a menudo, en sus pesadillas.

De estas frecuentes exploraciones, surgió el conjunto de relatos que componen su original y sorprendente legado literario: "El llamado de Cthulhu", "El color que cayó del cielo", "El que susurraba en las tinieblas", "En las montañas de la locura", "El caso de Charles Dexter Ward", "La ciudad sin nombre", "El ser en el umbral", "El horror de Dunwich", "La sombra sobre Insmouth", entre otros. A partir de estas laberínticas narraciones, de su simbología recurrente y de los documentos apócrifos que en ellas se citan, un grupo de escritores y amigos de Lovecraft, intentaron sistematizar su caótica mitología. Así nacieron "Los mitos de Cthulhu"; así se gestó el "Necronomicón", una mistificación literaria de Lovecraf, al que también contribuyeron, con numerosos párrafos y referencias, su círculo de exégetas.

Ellos pretendieron continuarlo, se solazaron interpretándolo, a veces desdibujaron los límites que separaban su vida de su obra, convirtiéndolo en un personaje legendario y felizmente, publicaron y divulgaron sus escritos, acercándonos sus fantasías caóticas, excesivas, demoledoras y alucinadas, pero profundamente libres y desalineadas.

Pero el sello de R'lyeh aún permanece inexpugnable. Es el invierno de 1937. Falta toda una eternidad para que Cthulhu, el dios que yace prisionero en el fondo del mar, regrese para dar muerte a la muerte.

Por eso la muerte se acercó sin temor al hombre flaco y envejecido, al sacerdote de las tinieblas, que transgredió las nociones de tiempo e infinito, al creador de los mitos más alucinantes de la literatura contemporánea, al pensador mágico y alucinado que nos enfrenta al terror de los abismos; ajenos, imaginarios, distantes o propios, cotidianos e interiores. La muerte se tuteaba con Lovecraft. Por eso hace 50 años, un 15 de marzo, le dijo, irónica y desenfadada: -vamos, yo soy la única realidad ineludible-.

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