Muhammad Ali , una lección de vida a puñetazos | Revista Crisis
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Muhammad Ali , una lección de vida a puñetazos
George Foreman y Muhammad Ali se subieron al ring en 1974. El primero llevaba 40 peleas victoriosas, el segundo todavía no se había convertido en leyenda. En la crisis #20, Osvaldo Soriano narraba esa histórica batalla y paría un texto que no sólo es el análisis de una lucha pugilística, pues también propone una reivindicación del inédito liderazgo simbólico del boxeador y señala la potencia política de la negritud.
22 de Junio de 2023

 

El derechazo de Ali. El inmenso cuerpo de Foreman que se derrumba a sus pies. Siete millones de negros musulmanes que enmudecen. O estallan de alegría. Veinticuatro minutos de pelea bastaron a Muhammad Ali para sacudir la historia del boxeo moderno. Los ojos del Zaire vieron cómo ese nieto de esclavos, que alguna vez llevó el nombre del propietario de su abuelo Cassius Marcellus Clay-brindaba al mundo una de las grandes lecciones de fe, de dignidad, de vida, de que es capaz un hombre.

Los medios de comunicación se apresuraron a difundir una imagen ligera, inocente, del triunfo de Alí. Como lo hicieron siempre que les tocó hablar de ese hombre rebelde que reúne -juntas- dos condiciones intolerables en los Estados Unidos: es negro y habla demasiado.

Gritó durante toda la pelea. Provocó a Foreman, lo sacó de sus casillas ayudado por el público negro que gritaba "matalo, Ali" como si esa fuera la consigna de toda su raza. Y el bueno de Foreman, invicto hasta entonces, comenzó a flaquear, quemó sus energías en unos instantes hasta quedar a merced de quien siempre fue el verdadero dueño de la corona mundial.

Es posible que el formidable peso de la historia haya fulminado a Foreman. Cuando apareció en el ring y oyó a sus hermanos de color reclamar la corona robada por los norteamericanos hace siete años, no pudo sino entregarla. Para ello soportó desaire y vergüenza. Alí se sentó en las cuerdas, al acecho, y antes de derribarlo lo rezongó, se burló de él y hasta lo hizo embestir las sogas, ciego de furia e impotencia.

La chance de George Foreman se basaba, ante todo, en la presunta decadencia física de Ali. Muy pocos contaron, en cambio, con que la inteligencia del lider musulmán se había robustecido con el tiempo. Los apostadores que pensaban Ilenar sus bolsillos con el definitivo ocaso de Muhammad no quisieron ver la potencia que el odio había acumulado en sus músculos. El odio de una raza vejada durante cuatrocientos años en el Nuevo Mundo.

Había dos negros sobre el ring, pero sólo uno luchaba por algo más que cinco millones de dólares. Para Ali era el fin de un largo camino de humillaciones; la oportunidad de vengar las afrentas, de proclamarse soberano como hombre negro; de mostrar que no hay milagros, sino realidades.

El triunfo de Alí fue el de los musulmanes negros, el de los objetores de conciencia atormentados y encarcelados por negarse a pelear en Vietnam. Pero no fue la suya una empresa individual, solitaria. Muchos hombros negros apuntalaron su fe y alimentaron su obsesiva ambición de ser el campeón para demostrar que la ley blanca era impotente ante la furia de uno de sus esclavos.

"Cassius Clay es el mayor ego de Norteamérica. Y también es la más veloz personificación de la inteligencia humana hasta el momento habida entre nosotros; es el mismísimo espíritu del siglo XX, es el príncipe del hombre masa y los masivos medios de comunicación", ha escrito Norman Mailer. Parece exagerado. Sin embargo, el éxito de la cruzada emprendida por Alí hace siete años que casi todos los expertos calificaron de utopía- parece dar la razón a Mailer.

La historia de Cassius Clay es común a casi todos los boxeadores negros, sólo que más brillante. La de Muhammad Ali está llena de grandeza y miseria.

El 28 de abril de 1964, Clay venció a Sonny Liston un rey de los bajos fondos en seis asaltos. Un año más tarde comenzaría la persecución: el 25 de mayo de 1965 la comisión de boxeo le quitó el título por primera vez, acusándolo de haber combatido ante Liston sin la debida autorización. Para reconquistarlo tuvo que esperar hasta el 6 de febrero de 1967 y vencer a Ernie Terrel, un blanco mediocre, que había sido designado titular de la categoría.

La corona estuvo sobre su cabeza sólo dos meses. El 28 de abril, las autoridades le retiraron su licencia de boxeador y lo despojaron nuevamente del titulo mundial por negarse a ingresar al ejército norteamericano que iba a destinarlo a Vietnam. "Con los impuestos que pago por cada pelea, un soldado norteamericano vive un mes matando gente en Vietnam. Con lo que pago en un año es posible construir bombas como para quemar una aldea. Con todo esto, ya soy culpable. ¿Tengo además que matar con mi propia mano?". dijo entonces. Se declaraba objetor de conciencia, se confesaba integrante de los Black muslims; eso bastaba para que los medios de comunicación elaboraran una imagen de monigote, de payaso, más digestiva para el público.

El 20 de junio de 1967, en Houston, Texas, el Tribunal Federal del Disrtito Sur del Estado lo declaró culpable de negativa a ingresar al ejército y lo condenó a cinco años de prisión más una multa de diez mil dólares.

A fuerza de apelaciones, Alí eludió el calabozo. Pero no dejó de hablar: "Los negros estamos presos hace cuatrocientos años -dijo-; por eso no pueden llevarme a un lugar en el que ya estoy".

Había ganado cuatro millones de dólares, aunque el fisco embolsó el ochenta por ciento. Con el resto compró una casa para su madre en Louisville -donde había nacido y otra para él en Chicago por cien mil dólares; el divorcio con su primera mujer le costó cincuenta mil dólares más una renta mensual de 1.200 durante diez años. Los honorarios de sus abogados ascendieron en poco tiempo a cincuenta mil dólares. La persecución amenazaba con llevarlo a la bancarrota. Sin embargo, sus honorarios como socio de una cadena de puestos de salchichas en los barrios negros le permitieron salir adelante. Su figura su inteligencia quizá, le abrió las puertas de las universidades donde dictó conferencias por las que cobraba mil dólares.

Los periódicos underground comenzaron a publicar sus respuestas. "¿Odia a los blancos?", le preguntaron una vez; "No odio a nadie contestó-, soy una víctima del odio. Soy demasiado limpio para este deporte. Soy demasiado bueno para mi tiempo. Esa es la razón por la que han decidido librarse de mí".

Había otros motivos, más contundentes, para que los zares del boxeo lo echaran a la calle. Alí, el más grande boxeador de todas las épocas -según opinión de Joe Luis- había sido un mal negocio. No había rivales para él; cualquier pelea era un juego de niños. Nadie pensaba seriamente en vencerlo. El público lo sabía y comenzó a quedarse en sus casas. Alí peleaba solo. Así, el más genial boxeador quedaba marginado por su propia grandeza.

Resultó una víctima ideal: molesto, fanfarrón, irritaba al periodismo con sus declaraciones, horribles poemas e insidiosas canciones. Cuando se negó a ir a la guerra, quedó absolutamente indefenso.

El 6 de mayo de 1968, el 5 Tribunal de Apelaciones confirmó la culpabilidad de Clay. Sus abogados sostuvieron más tarde que la condena se había basado en la exposición de cinco conversaciones telefónicas sostenidas por Ali e interceptadas por el FBI. El gobierno admitió haber tomado las charlas que, dijeron los fiscales, "afectaban a la seguridad nacional". Los tribunales dieron marcha atrás y el ex campeón tuvo un respiro.

Entre tanto, su cintura perdía la armoniosa línea que le había permitido bailotear por el ring como un gato. Aunque varios estados norteamericanos habían anunciado que le concederían permiso para combatir, ningún político se animó a ver de cerca a ese negro contestón. Quiso pelear en el extranjero pero le impidieron salir del país. El 6 de julio de 1970, el Tribunal de Apelaciones anunció que las charlas telefónicas no habían influido para condenarlo. Dos días más tarde, en Charleston, Carolina del Sur, le prohibieron hacer una exhibición. El 2 de setiembre, por fin, subió a un ring en Atlanta, Georgia, para cruzar guantes amistosamente con varios sparrings. Doce días después, el juez federal Walter Masfield, de Nueva York, decidió que la prohibición para actuar en su estado era "arbitraria e irracional" y ordenó le restituyeran los derechos. Otro tanto ocurrió en Atlanta, donde se concertó su pelea contra Jerry Quarry para el 26 de octubre. Muhammad Ali venció con facilidad y abrió el camino hacia el retorno. En su segunda pelea volteó al argentino Oscar Bonavena y más tarde a Jimmy Ellis. Así ganó el derecho a enfrentar a Joe Frazier por la corona mundial.

El combate -que Frazier ganó por puntos pareció enterrar definitivamente a Muhammad Ali. Sin embargo, su ánimo no decayó. Para él, la derrota ante el campeón había sido injusta: exhibía como prueba su fortaleza al final del combate mientras el vencedor debió ser internado en un hospital a causa de la paliza recibida.

El verdadero drama de Alí era moral. Elijah Muhammad, el máximo jerarca de los Black Muslims, había decidido expulsarlo de la congregación por negarse a abandonar el boxeo. Alí discutió con su maestro, pero respetuosamente acató la decisión. No obstante, jamás renegó de los muslims: estaba seguro de que si recuperaba la corona, ellos serían los beneficiados. La Nación del Islam -así la denominan ellos-, plantea el aparthaid económico y racial del pueblo negro por medios pacíficos.

En noviembre de 1971, Muhammad Ali vino a Buenos Aires para realizar una exhibición en la cancha de Atlanta. Entonces montó su habitual show de verborragia y amenazas. Vicki Walsh y el autor de este artículo lo entrevistaron para conversar sobre su prédica religiosa y política.

"Somos 30 millones de negros contra 170 millones de blancos; no tenemos munición ni armamento adecuados y sin embargo nuestra revolución sigue creciendo. Si utilizáramos la violencia, los negros no tendríamos la menor chance en los Estados Unidos, porque ni siquiera controlamos los abastecimientos. Seríamos como un toro enfurecido corriendo hacia un tren: sólo quedarían su carne y su sangre sobre las vías." Esta era su posición frente a la violencia de los Black Panters, aunque agregaba: "No condeno a ningún hombre por defender aquello que cree está bien; especialmente si está dispuesto a dar su vida por ello. Muchos revolucionarios negros han dado ya su vida".

Quienes conocían a fondo las ideas de Ali ansiaban verlo en las tribunas, predicando la fe musulmana, lejos definitivamente del ring. Es que pocos creían en sus posibilidades de recuperar la corona. Sin embargo, en los tres años siguientes, este negro empecinado fue hacia una y otra costa del país para derribar a boxeadores de categoría menor en busca de una nueva oportunidad. Hasta tuvo que sufrir la fractura de su mandíbula frente al mediocre Ken Norton. Ya no brillaba como antes: había perdido su estilo de felino, sus movimientos serenos y armoniosos. Ahora ponía sobre el ring la experiencia, la astucia; medía cada uno de sus pasos para no derrochar energías.

Cuando el título cambió de manos y el joven Foreman un invicto temible por su pegada se erigió en el nuevo coloso, los expertos opinaron que nadie podía dar un dólar por la chance de Ali. Sin embargo, Frazier cayó a sus pies, Norton tuvo que verlo levantar los brazos y los empresarios comenzaron a planear el gran combate.

Ali insistió para que se realizara en el Africa. Lo que parecía una mera especulación comercial, iba a adquirir un sentido magnífico el día de la victoria: el 30 del octubre, en Kinshasa, ningún negro dejó de levantar a Ali como un estandarte de libertad.

Curiosamente, las agencias noticiosas, insistieron en la versión de un Alí payasesco, casi odioso. Nadie recordó que alguna vez dijo: "Un día levantaré mi puño vencedor para que mi pueblo negro diga como yo que es el más hermoso y el más fuerte".

Al terminar el combate, gritó: "Fue Alá quien dio los golpes, era él y no yo quien estaba sobre el ring". Era toda una raza la que esa noche estaba allí.

Con Foreman cayó el último Tío Tom: del boxeo estadounidense. Es posible que Joe Luis haya visto vengada su miseria, Sonny Liston su muerte degradada. Aún no es posible saber si Ali abandonará el boxeo o buscará ganar dólares en una revancha. Poco importa ahora qué hará.

El deporte permitió que la raza negra erigiera a dos de los suyos como los hitos mayores de este siglo: Edson Arantes do Nascimento -Pelé- y Muhammad Alí. El brasileño renegó de la negritud, sirvió a la dictadura implantada en el Brasil en 1964 y aconsejó a los niños negros que tomaran Pepsi Cola y fueran buenos con los blancos. Alí se negó a juzgarlo: 'Es mi hermano de raza", dijo. Pelé, en cambio, despreció siempre al boxeador.

"Ser campeón de peso pesado en la segunda mitad del siglo veinte (con revoluciones negras a lo largo y ancho del mundo) representa algo parecido a ser Jack Johnson, Malcolm X y Frank Costello en una sola pieza", ha dicho Norman Mailer. Es posible que nadie lo sepa mejor que Alí. De allí su afán casi salvaje por coronarse nuevamente.

Hemos tenido el raro privilegio de asistir al momento cumbre de la historia del boxeo. Más allá de la dudosa calidad del combate, millones de personas de todo el mundo vieron cómo Muhammad Alí recuperaba a puñetazos lo que el Tío Sam le había quitado por decreto.

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