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pilar calveiro, memoria para armar
Acaba de editarse el libro "El Petrus y nosotras. Una familia atravesada por la militancia", en el que Pilar Calveiro y María y Mercedes Campiglia componen una biografía de Horacio Campiglia, militante político que integró la conducción nacional de Montoneros. Mientras el gobierno ultraliberal quiere imponer su versión de la última década en la que hubo un proyecto revolucionario, ¿qué tienen aún para decirnos los años setenta?
03 de Abril de 2024

 

A principios de marzo de 1980, Horacio Campiglia, entonces integrante de la conducción de Montoneros va a buscar a su trabajo a Pilar Calveiro, entonces exiliada en México después de haber sobrevivido a un año y cuatro meses de detención clandestina en la Escuela de Mecánica de la Armada y otros campos de concentración. Ella ha decidido dejar la organización. Él ha decidido volver a la Argentina conduciendo la Contraofensiva. Se despiden. Pocos días después, Campiglia es secuestrado en el aeropuerto de Río de Janeiro, en un operativo del Plan Cóndor. Su rastro se puede seguir hasta Campo de Mayo. Los únicos testigos vivos de lo que hacen con él son militares. Calveiro se queda en México, elige las ciencias políticas. Escribe el díptico Poder y desaparición y Política y/o Violencia, libros esenciales para pensar los años setenta. La vida se despliega. Las hijas de ambos, Mercedes y María Campiglia, crecen, tienen hijos. Pasan más de cuarenta años. Ahora, apenas tres días después de las masivas marchas del 24 de marzo, Calveiro está en Buenos Aires. Sobre la mesa, en la sede de la editorial Siglo XXI, está el El Petrus y nosotras. Una familia atravesada por la militancia que reúne tres miradas sobre el desaparecido. El libro es un montaje de textos e imágenes elaborado por las tres mujeres del núcleo familiar: “Siento que era una deuda. Mía con él”, dice.

 

Hay dos aspectos que destacan del capítulo que escribiste. Uno tiene que ver con que los años setenta están compuestos por luminosidad y terror, en partes casi iguales. Y el otro que, al igual que en Poder y desaparición, no está narrada en primera persona tu propia experiencia en los campos de concentración. ¿Por qué estas dos decisiones?

—Me parece que es importante esta articulación entre lo que fue un periodo de miedo, de dolor, pero también amoroso, vital, con alegría. Tratar de mostrar la coexistencia de estas dos dimensiones porque la vida es así. A veces cuando se piensa en la militancia se la piensa como si fuera una cosa de otro registro. Y no, es como la vida, todo eso coexiste y se mezcla. Yo he evitado posicionarme personalmente en el centro porque las experiencias que yo he vivido siempre han sido con, a través de, otros.

 

Da la impresión de que estás dando una discusión sobre cómo se construyen las memorias de los setenta hacia el interior de tu generación.

—Vemos muchas memorias que están construidas en torno al relato de primeras personas. Tenemos que pensar esto como experiencias vividas políticamente, vividas, por lo tanto, colectivamente, porque lo político es colectivo, si no es cualquier otra cosa. Entonces es importante, desde mi punto de vista, construirlas también de esta manera y tener conciencia de que uno está siempre, aunque no cite, hablando con otros y por otros también. Uno habla con, por, a través de, o sea, con todas las preposiciones. Entonces, me parece que es importante hacerlo explícitamente. Ahora, yo en Poder y desaparición no dejo de hablar de mi experiencia. Yo estoy desde la primera página hasta la última. Lo que pasa es que estoy tratando de hablar de mi experiencia de una manera interpretativa, tratando de explicar algunos fenómenos, tomando otras voces, pero estoy hablando todo el tiempo.

 

 

Otro rasgo fuerte de tu escrito tiene que ver con la idea de que todo poder tiene resistencia, que recorre toda tu obra. Campiglia, y todos los militantes, siempre aparecen como personas que tomaron decisiones, aun en las peores circunstancias. De alguna manera, te alejás de ciertas construcciones de la figura de la víctima. Este libro sale en un contexto particular en la Argentina, ¿pensaste en cómo un relato de ese tipo se inserta en las discusiones actuales sobre los setenta?

—En algún momento pensé que tal vez esto podía resultar un poco anacrónico, porque se ha hablado muchísimo de los setenta, excesivamente incluso, y sobre todo desde ciertas perspectivas que yo intento eludir. Se habla de los setenta desde una perspectiva a veces heroizante que rechazo, y otras veces, demonizante, que también rechazo. Creía, en el momento que lo escribí, que era importante dejar constancia de una mirada que es un poco diferente, que rehúsa estas dos posturas. Y resulta que ahora han pasado una serie de cosas, estamos en una coyuntura muy diferente, y creo que justamente en esta coyuntura vuelve a tener muchísimo sentido hablar de qué fueron esas militancias, qué buscaron, qué lograron y qué no lograron. Qué relación tiene la política con la violencia creo que vuelve a ser un tema de gran importancia. Y la discusión sobre la construcción de propuestas alternativas y el derecho a la rebelión vuelve a tener enorme sentido. Creo que hoy por hoy son discusiones sumamente importantes. Es importante repensar qué fueron esas historias, qué iluminaron y qué oscurecieron, qué aportaron y qué obturaron, y cómo repensar esas cosas a la luz de los desafíos del presente y tratar de encontrar alternativas a la política actualmente vigente.

 

¿Qué iluminaron?

—Una de las cosas que iluminan es la importancia de la acción política, la relevancia y la dignidad de la política, la dimensión ética que puede tener la lucha política. Y la búsqueda de la justicia como un objetivo importantísimo que no debemos olvidar.

 

Justicia no en el sentido judicial.

—No excluye a lo judicial, pero va mucho más allá. Esas cosas que estaban presentes en esas militancias siguen siendo terriblemente importantes y hay que pensarlas a la luz de lo que hoy tenemos, que es otra cosa. Desde mi punto de vista, lo que hoy tenemos no es una revisión del ´76 y hay que pensarlo bajo otras coordenadas. Pero estos elementos que mencionaba recién: la búsqueda de una alternativa, la política como una actividad, un acto digno, la búsqueda de la relación entre ética y política, la justicia como horizonte y la construcción de formas de la justicia y la construcción colectiva… Todo eso hoy vuelve a estar en el centro y lo que hay que hacer es poder pensar cómo debería operar frente a los desafíos actuales.

 

¿Qué obturaron?

—La relación entre política y violencia es una relación insoslayable y al mismo tiempo muy delicada. Pretender desconocer esa relación no es más que un acto de hipocresía. En esa relación hay que poder ahondar cuál es ese vínculo y cuáles son los límites de ese vínculo. Yo creo que la forma en la que se ejerció la violencia en las organizaciones armadas de los setenta fue una forma equívoca -equívoca y en muchas ocasiones equivocada- y pienso que eso obturó en muchos sentidos la ampliación de la política, la ampliación de la noción de política y de un ejercicio de la política incluyente y, en muchas ocasiones, se deslizó hacia prácticas que también podían reproducir un autoritarismo, el mismo autoritarismo que estaban intentando combatir. Aunque la intención de la práctica de los setenta era justamente contestar a una estructura fuertemente autoritaria y violenta, en muchos casos no se encontró el camino para lograrlo. Eso es parte, desde mi punto de vista, de lo que llamo la derrota de ese proyecto. Pero como todo en política las derrotas permiten pensar otras formas. Entonces, no son derrotas definitivas, absolutas, hay cosas que se lograron y que hoy se pueden recuperar y hay otras que no, que definitivamente hay que modificar y hay que someter a crítica. Hay que volver sobre eso y hay que volver en cada momento, porque lo que hoy ilumina u obtura es distinto a lo que puede haber sido hace diez años o a lo que puede ocurrir dentro de equis tiempo. En la medida en la que una práctica es política puede y debe ser sometida a análisis crítico, y en ese análisis está siempre este doble ejercicio: qué de esto podemos traer y qué de esto debemos modificar.

 

Mencionaste el derecho de rebelión y recordé que hace varios años, creo que fue en la revista La lucha armada, criticabas la expresión “Nunca más”. Te preguntabas “¿nunca más qué?”, “¿no será que decir nunca más abarca tanto al terrorismo de estado como a la rebelión?” Ahora, en esta arremetida de la ultraderecha, las coordenadas de la discusión están muy corridas y pareciera muy difícil reivindicar el derecho de rebelión sin ser acusado de violento.

—Siempre me pregunté ¿nunca más qué? ¿De qué estamos hablando? Creo que por eso vuelvo muchas veces sobre esta cuestión, que es un núcleo fundamental, y que es la relación entre política y violencia. En esa discusión muchas veces se eluden cuestiones centrales. Cuando, por ejemplo, se rechaza, así como en bloque, la violencia, lo que ha estado muy presente en distintos momentos, en todo el periodo de la guerra antiterrorista por ejemplo, en realidad hay una gran hipocresía. Se está diciendo “ninguna violencia es válida” pero se está dejando por detrás el hecho de que hay una violencia que está instalada desde el inicio, que es la violencia que podríamos llamar institucional y sistémica. Esa está dada, y nadie la cuestiona, es parte de la conformación del Estado, del propio derecho, porque el derecho no es ajeno a la violencia, y de toda la institucionalidad represiva. Hay ahí una hipocresía, porque es desconocer que la propia institucionalidad es, constituye, un núcleo violento, y que el propio sistema en el que vivimos, el

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